jueves, 8 de septiembre de 2016

Los machetes de Velarte

Los grillos cortaban la noche, no había faroles ni antorchas encendidos, solo el brillo azulado del filo de los machetes ante la luna.
            Luz caminaba en silencio, miraba a sus paisanos y pensaba en cómo habían cambiado; ni siquiera reconocía su propia figura, pequeña y encorvada, ocultándose entre los agaves con la extraña carga del revólver que empuñaba con fuerza, como si tuviera que soportar el peso de los seis cadáveres que latían en su tambor.
            Aquel arma llegó a ella tiempo atrás, el día que encontró al hombre de anteojos volviendo del campo, de llevar comida a su padre y al resto de campesinos, con su burro. Lo vio entre la imagen distorsionada del canto de las chicharras, sentado en el suelo, con la espalda recostada en uno de los pocos árboles secos y retorcidos. Respiraba con dificultad, su mano derecha, ensangrentada, empuñaba a duras penas un rifle de cerrojo, mientras la izquierda asía con fuerza la gruesa cuerda de una de las dos cajas de madera que permanecían a su lado. Bufó un silbido roto y una mueca de dolor le obligó a abandonar el rifle y apretarse el costado.

* * *

—Ayúdame, muchacha —le dijo—. Llévame a sitio seguro y te daré lo que prefieras de estas cajas.

Lucita se acercó a aquel hombre; su rostro, apuesto, le pareció de fiar. Observó la herida, los rastros y huellas de caballos y carros y comprendió la causa de su estado. Se acercó con calma, sonriendo temerosa para expulsar toda sospecha, y, sin apartar la vista del rifle, reunió fuerzas para esgrimir su voz.

—¿Se encuentra bien, señor?

 —Bueno, estaría mejor con un poco más de agua y una bala de menos.

Intentó una sonrisa, pero el dolor se le escapaba entre los dientes.

Ella miró hacia la caja donde el hombre tenía la mano apoyada. Él comprendió y apartó la tapa. El sol extrajo reflejos de madera y metal: culatas y cañones de armas amontonadas entre las cuatro paredes de madera. Pero solo algo en aquel montón llamó la atención de Lucita, y lo señaló con timidez.
 El hombre siseó una risa.

—¿Un Peacemaker? Seguro que ese caballo ya se ha encabritado más de una vez, ¿sabes usarlo?

 —Ella cerró sus grandes ojos de nogal y negó con la cabeza.

 —Está bien. Tómalo y llévame a un sitio seguro, lejos de este maldito camino.

Lucita no sabía qué iba a hacer con aquel revólver, sabía que a padre no le parecería buena idea, pero lo cogió, lo colgó con un cordel de su cuello e hizo ademán de ayudar a aquel hombre a subir al burro; mas él se negó enérgicamente.

—Las cajas; ayúdame a subirlas al animal.

No discutió. Se limitó a imprimir toda la fuerza que fue capaz de reunir y ayudarle a subir aquellas dos cajas a lomos del animal. Mientras andaba, iba mirando de reojo a aquel individuo. El hombre caminaba a golpes, torciendo el gesto en cada paso, pero no emitió ni un triste gemido hasta que su cuerpo tocó el jergón que le ofrecieron para el descanso.

* * *

Luz movió el revólver y los hombres comenzaron a remontar el camino hacia la hacienda. La luna iluminaba tenuemente los cuerpos nervudos y enjutos, vestidos con camisas y pantalones antaño blancos, ahora pardos de polvo y sangre. Se movían como sombras por los bordes del camino, con la experiencia que otorga burlar a la muerte, abrigados por los arbustos y las plantas de monte bajo que arañaban el suelo seco y terroso. Las cabezas, antes abatidas y de hombros encogidos, mostraban ahora en sus oscuros rostros, quemados por el sol y acuchillados por el viento, semblantes graves y fríos, enterrados bajo las enormes alas de sus sombreros. Donde antes hubo servidumbre, ahora había odio; donde el miedo al hambre alimentó la pasividad, brotaba ahora una insaciable sed de sangre que empuñaba el machete y mantenía cerca el fusil en el hombro. Y Luz se conmovía una vez más, al ver a sus paisanos convertidos en diablos; al ver los ojos de gentes tan apacibles, buscando la tierra de la venganza para apagar todas las brasas que ardían en su interior. Su propio puño se cerraba seguro alrededor de la empuñadura del revólver.
            Movió de nuevo el revólver bajo el brillo de la luna y un quedo chirrido de carro surgió del fondo del camino junto al sordo golpeteo de cascos de caballo apagados por trapos. Miró el Peacemaker de cerca e invocó la calma, mientras brotaba, una y otra vez, de sus labios el mismo mantra: «lo necesitarás».

* * *

El hombre de los anteojos tuvo suerte. La bala no hizo demasiado camino; fue fácil de extraer. No tardó en incorporarse y pasear con los vendajes asegurando la herida. La gente acudía curiosa a ver al estudiante que Lucita había encontrado en el camino. Por alguna razón todos acordaron mantener la presencia de aquel individuo en secreto, nadie informaría al capataz ni a ninguno de los suyos. Durante tres días, al volver del campo tras la puesta de sol, se reunían todos en el patio de la casa del padre de Lucita y el joven de los anteojos hablaba con ellos. Lucita escuchaba oculta tras los barrotes de la barandilla del primer piso; siempre atenta, jugueteaba con el revólver, haciendo sonar, una y otra vez, el chasquido del percutor, apagado por la palma de su mano.

—Amigos, esas armas que traje conmigo no son para librar ninguna guerra, no son para asesinar o robar. Son para recuperar tierras y sacudirse zopilotes. Estas balas son para hundir haciendas y reconstruir ejidos, para domar capataces y recobrar el orgullo perdido. No os hablo de una causa aislada seguida por unos pocos, sino de una fuerza común que sacude a toda la Nación. Está ocurriendo ahora mismo, yo formo parte de ella y puede que vosotros también. Porque si ahora mismo empuñarais estas armas, aunque no sea este lugar su destino, seguirían sirviendo a la misma causa justa. No seríais criminales, sino seres libres, en reconocimiento y reclamación de su propia naturaleza.

Hablaba con ímpetu, con ese tipo de ganas que hace erizar la nuca del que escucha y sentir que algo importante se está compartiendo. Pero no solo habló, sino que también supo escuchar y resucitar a las almas para que las bocas contaran todo aquello que durante tanto tiempo habían callado. Desde su escondite, Luz vio a su padre escupir palabras y lágrimas acerca de algo que jamás hubiera confesado; rojo de ira y bochorno reconoció la deshonra de las visitas del capataz a su mujer. El orgullo herido dio paso al silencio sepulcral que engendra la vergüenza, hasta que una voz se alzó, rompiendo la hipocresía, y un relato parecido resonó en la sala. Poco a poco pasaron, entre las sillas de madera y mimbre y las copas de pulque, los fantasmas de todo cuanto había ocurrido durante años en aquel pueblo. Historias que todos sabían en parte y sospechaban en su totalidad, pero que jamás se atrevieron a escuchar ni nombrar de viva voz. El dolor y la rabia compartida engendró un inicio de hermandad, como nunca antes tuvo lugar.
            Aquellos tres días cambiaron a la gente. Amanecían con otra cara, caminaban al campo de otra forma y arrancaron una forma de hacer las cosas que no pasó desapercibida.

Al cuarto día, el capataz y cinco de sus hombres se personaron en el campo donde trabajaba el padre de Lucita con algunos hombres. Se colocaron frente a ellos, y el capataz adelantó un poco su montura.

—Ramón, ha llegado a mis oídos que tu hija ha acogido a un hombre en tu casa; un forastero.

Ramón tuvo el primer impulso de callar, mas esta vez contestó firme.

—Quién haya dicho eso no ha estado en mi casa estos días, señor.

El capataz miró un momento a los suyos y volvió a dirigirse a Ramón.

 —No puedo, ni pienso perder el tiempo con juegos. La cosa es así de sencilla; o vienes con nosotros por las buenas... o vienes. ¿Entendido?

—No tengo por qué ir a ningún lado, señor. Mi sitio está aquí, tengo que hacer.

El caballo resopló nervioso, un golpe seco y enérgico de fusta lo detuvo en seco. Se escuchaba el respirar fuerte del capataz, su cara tensa mostraba dos ojos grises inexpresivos mientras la angulosa mandíbula latía con fuerte apretar de dientes. Levantó la fusta con un movimiento rápido y envió una voz a sus hombres.

—Ándenle.

Tres de sus hombres dirigieron las monturas hacia Ramón con el lazo en la mano, el resto de campesinos se interpuso machetes en mano, con las hojas mirando al suelo. Los jinetes detuvieron sus monturas y el capataz clavó su mirada aguileña. Por un instante, solo se escuchó el grito ensordecedor de las chicharras y se observó el sudor perlado en cada uno de los rostros presentes. Ninguno de los hombres del capataz imaginaba tal respuesta y, nerviosos sobre sus monturas, esperaron órdenes. La tensión se fue acumulando, varios ademanes quedaron en intentos, hasta que la sombra de un movimiento prendió la mecha.
            Se escuchó un disparo y la nube de pólvora reveló el rostro duro del capataz empuñando su revólver y, frente a él, el cuerpo de Ramón Velarte, retorciéndose en el suelo. Antes de que el humo se disipara del todo, los campesinos ya se habían abalanzado sobre los jinetes.
            Los caballos giraban sobre sí mismos entre fogonazos y filos cortantes. Los jinetes bombeaban el gatillo sin parar, mientras los campesinos anclaban el filo en sus piernas y tiraban de ellos hacia la tierra; una vez derribados, el metal hendía la carne y apagaba el revólver. Los gritos y estallidos cesaron en cuestión de segundos. El capataz y dos de sus jinetes, heridos, marcharon al galope dejando olor acre en el aire y los cuerpos de los suyos mezclados con la sangre de sus enemigos.

La noticia corrió como la pólvora y los campesinos supervivientes acudieron a la casa de Ramón para explicar lo ocurrido. El hombre de anteojos reunió al resto en el patio y colocó las cajas con las armas en medio.

—Todos sabemos lo que ha ocurrido. No es momento de llorar a los muertos, el capataz ha huido pero volverá con más hombres. Son tiempos de armas y tierra, de sangre por libertad; y nadie es libre si no empuña su propio destino. Actuad ahora que la sangre de los vuestros aun está caliente. Esta es vuestra oportunidad. Podéis esperar a la muerte o caminar a su lado, porque ahora es tiempo de que las campanas doblen por ellos, es el momento de que lo robado vuelva a ser vuestro. Se acabó el aprender a resistir, es momento de actuar. Si ahora escogéis quedaros quietos y observar, entonces, todo cuanto os ocurra habrá sido consentido. Morded como coyotes y que, cuando todo esto haya acabado, la sangre que saboreéis no sea solo la vuestra.

Dicho esto quitó las tapas de las cajas para que todos pudieran armarse. Miró hacia arriba en la escalera y vio a la pequeña Lucita. Seria, callada, con los ojos vacíos. Se acercó a ella y esta le esperó en pie, con los hombros caídos y la mirada perdida. Extendió su pequeña mano y le acercó el revólver.

—No sé disparar, señor.

Él rechazó el ofrecimiento y posó su mano derecha sobre su hombro.

—Luz, lo necesitarás.

Entonces la puerta se abrió y vio a sus paisanos, machetes en mano y fusiles al hombro, salir a la noche donde el cielo limpio y una clara luna les esperaba.

* * *

—Coronela, hay dos guardias en la puerta, están platicando y tomando.

—Bien.  Julián, ve con Eduardo y Manuel. Vayan al muro, rodéenle y miren si hay algún paso bueno. Vigilen partes altas por si hay algún soldado más.

El hombre, de cejas pobladas y voz cortada, asintió y señaló al resto de la expedición.

—¡Esperen! Nada de fusiles, si tienen que solucionar algún problema tiren de machete.

—Pues claro, coronela, como siempre.

Julián afiló una sonrisa mientras mostraba orgulloso su machete con la borla de un sable de oficial atada al mango.

Nadie diría que había cien hombres tumbados entre arbustos y agaves. Cien guerreros capaces y templados en el campo de batalla: Los machetes de Velarte, les llamaban. Callados y quietos como piedras, esperando la señal acordada para seguir el plan.
            Se escuchó un grito ahogado en la hacienda, apenas audible para quien no estuviera atento. 200 ojos y oídos atravesaron la noche, pendientes de cualquier movimiento o sonido extraño. Pero los guardias seguían hablando entre risas y solo el canto de los grillos hería el silencio reinante entre los machetes. Al fin, un sombrero hondeaba sobre uno de los tejados de dentro de los muros.

—Ahí están esos dos. José, Felipe, váyanle a los guardias. Pascual, pon en aviso a los del final, que esperen hasta lo acordado. El resto vendrá conmigo.

Aun reían alegres los guardias. No habían bebido mucho, pero sí lo suficiente como para generar un ambiente cómodo, ligeramente alejado del exterior.

—Era una chamaquita muy linda, con bonitos ojos y buenos pechos...

—¡Y muy guarra!

—¡Maldito hijo de mil padres! Como vuelva a oírte platicar eso otra vez, no más te rajo la cara.

—No se me enoje compadre. ¡Dígame ahorita mismo si no era guarra la chamaca!

—Pues en verdad sí que era guarra, sí.

—¿Entonces?

—Pues que no se dice compadre, que no se dice.

—Ta bien, tampoco vamos a peliar por...

Interrumpió su frase al ver cómo su compañero estaba a punto de perder la cabeza, pero no pudo ni tomar aire antes de sentir un frío metálico rasgando su piel, al hundirse en su propio cuello. Cayeron con la misma paz con la que habían pasado la noche, los vasos de pulque rodaron por la tierra derramando su contenido.
            Luz movió de nuevo el revólver dos veces, a izquierda y derecha. El grupo principal se dirigió a la hacienda, dividiéndose en dos frentes.
            Zapatos de esparto, treparon los muros de adobe, diseminándose por el interior de la hacienda y subiendo a los tejados. En un momento, como si de un enjambre de hormigas se tratara, cubrieron todo el terreno. Las ventanas, las puertas y las terrazas de todos los edificios, salvo el principal, tenían cerca un machete dispuesto a golpear. Una vez colocados quedaron en silencio a la espera de la señal.
            Luz cruzó el patio central y se dirigió al edificio central de la hacienda; una casa imponente, reforzada con sacos de arena y maderas, se alzaba ante ella. Desde lejos podían verse las figuras de varios guardias que vigilaban apostados tras las barricadas y una ametralladora Hotchkiss entre ellos. Ella siguió caminando ignorándoles. Uno de los guardias advirtió su presencia, pero no acertó a reaccionar ante la visión de una mujer sola allí en plena noche.
            Luz dio un par de pasos más; despertó el Peacemaker. El proyectil se alojó cómodamente en el cráneo del soldado de la ametralladora. A partir de entonces no hizo falta voz de alarma, una sola bala desató el infierno y en el principio del camino por el que llegaron los machetes, brotó de nuevo un chirrido de carro y los cascos apagados de bestias de tiro.
            Luz se hizo a un lado, cubierta por parte de sus hombres que abrían fuego contra los guardias de la barricada.
            El estruendo del tiroteo hizo salir a los soldados del resto de edificios de la hacienda. Como si de un avispero se tratase, salían los soldados arrancados del sueño, entre gritos, armas en mano a medio vestir, intentando aclarar vista y mente y comprender qué es lo que estaba pasando. Había quien disparaba nada más abrir la puerta, otros preferían consumir algunos segundos antes de apretar el gatillo para distinguir compañeros de tropas enemigas; todos cayeron destrozados por los golpes de los machetes. Solo algunos retuvieron el tiempo lo suficiente para ver lo que estaba pasando sin abandonar el refugio; esos consiguieron acabar con sus verdugos y salir al exterior para agruparse. Organizaron una defensa brava, aprovechando cualquier parapeto como cobertura, vendiendo caras sus vidas; pero habían quedado separados del otro contingente, aislado en el edificio principal, y nada podían hacer salvo morir empuñando un arma o correr por sus vidas, a sabiendas de que allí fuera estaba todo perdido.
            Varios hombres de Luz tomaron la ametralladora Hotchkiss de la barricada, la alzaron y comenzaron un tortuoso camino alejándola de aquel lugar. Los soldados disparaban desde dentro del edificio, mientras los proyectiles del resto de machetes silbaban a su alrededor y callaban dentro de ellos.
            Cada metro que la ametralladora avanzaba era un triunfo para los de Luz y un desespero para los soldados que disparaban con la ceguera de la urgencia y el pulso frágil de unos nervios tan rígidos que podrían atravesar la piel. Cuando los de abajo consiguieron parapetar la ametralladora tras un murete y encararla hacia el edificio principal, los temores de los soldados se materializaron en plomo. Pese a los muebles, sacos y otros objetos con que cubrieron ventanas y balcones, salir allí a disparar suponía una muerte segura en la que la única diferencia era el tiempo que se mantendrían con vida. Y aun así, aguantaban firmes, intentando colocar cada bala por ser posiblemente la última, sin desesperar mucho en la seguridad personal, por concebirla ya perdida.
            En ese preciso momento, Luz dio la señal acordada y uno de sus hombres hirió con una luz el cielo nocturno. Respondiendo a la invocación, el chirrido del carro, que los había acompañado durante todo el camino, atravesó el portón del muro de adobe de la hacienda. Las bestias de tiro lo condujeron a lo largo del terreno inicial de la hacienda, ya asegurado por los machetes. Una vez detenido, los hombres del carro quitaron la tela y abrieron la portezuela de madera reforzada hasta que su extremo tocó el suelo y permitió bajar un imponente cañón Mondragón.
            Encararon la bestia hacia el edificio principal, cargaron su muerte y escucharon el limpio «clac» de fuerte metal bien engrasado. Dieron las voces pertinentes y esperaron la confirmación. En el edificio central corrió la voz de alarma entre los soldados, los mejores tiradores templaron los nervios y afilaron la vista; los mauser atronaron y los cuerpos de dos hombres de la dotación, cayeron inertes sobre el metal frío del arma.
            Luz vio lo que estaba ocurriendo y, señalando a la ametralladora, jugó su mejor baza.

—¡Julián, váyale! ¡Ustedes, asegúrense que llega sano!

Una lluvia de proyectiles fue enviada contra los soldados, mientras otro sombrero estrellaba una botella de alcohol contra el balcón, rociando con fuego a sus enemigos. Julián cruzó la calle a toda velocidad con un enjambre de proyectiles hiriendo su sombra. Llegó hasta la Hotchkiss, apartó al compañero que la utilizaba y le señaló a la munición.

—¡Que no falte, compadre!

Situó la mira hacia el objetivo y dejó que aquel caballo salvaje se encabritara siguiendo el movimiento natural de la máquina de forma firme y fluida. Hondonadas de plomo fueron enviadas hacia las posiciones enemigas, horadando sacos y cristales, estrellándose contra las paredes, hundiéndose en la carne. No tardó en notar el metal caliente y el olor a aceite y residuos de pólvora acumulada.

—¡Agua! ¡Échele agua! —gritó a su compañero.

El líquido se evaporaba antes casi de tocar la maquinaria, quemaba el mismo agarre; en poco tiempo las pequeñas piezas de sus entrañas se reducirían a un amasijo de metal fundido, pero Julián seguía al frente, conocedor de lo que estaba a punto de ocurrir.
            Otra luz surcó el cielo nocturno; su resplandor se reflejó en los trozos de cristal que aun aguantaban sujetos a las ventanas y en los ojos de los soldados que, desdeñando el fogonazo de la Hotchkiss, sabían que algo peor estaba por venir.
            El cañón escupió su fuego y, allá en el edificio principal, estalló una espiral de piedra, madera, carne y metal, dejando un boquete en la fortaleza que pronto otro proyectil se encargaría de agrandar.
            Los hombres de Luz se colaron en el edificio y comenzó la lucha cerrada donde las armas de fuego brillaban tanto como los filos de los cuchillos y machetes. Cada recodo, escalera y habitación era defendida como si fuera el último pedazo de tierra en el mundo. Solo cuando los de Luz empezaron a controlar la planta baja, los soldados aflojaron sus ataques. Indudablemente para ellos todo estaba perdido, era solo cuestión de tiempo que los atacantes ganaran la batalla. Pronto el fuego cesó y uno de los soldados apareció con bandera blanca solicitando hablar con quien estuviera al mando.
            Luz apareció entre sus hombres.

—Yo estoy al mando.

El soldado guardó silencio y titubeó antes de decidir cómo seguir.

—Haga el favor de venirse, señora. El capitán Sorolla quiere hablar con usted.

Luz hizo una seña a Julián y este la acompañó escaleras arriba, junto a otros cuatro hombres; el resto fue reduciendo a los soldados que encontraban.
            El soldado les llevó por un pasillo vestido con alfombra granate de bordados verdes y amarillos. Traspasaron una puerta doble de estilo colonial y entraron en una gran sala donde una mesa de roble reinaba con 10 buenas sillas sobre el ala derecha, mientras en la parte izquierda dos sillones de buena madera oscurecida y tapicería azul y plata acompañaban a una mesita de buena forja.
            Lo vio en uno de los sillones, cómodamente aposentado, luciendo ropas caras y pañuelo en el cuello. Su cara era idéntica a la del hombre que Luz encontró recostado en un árbol al borde del camino, con una herida en el costado.

—Así que capitán Sorolla...

—Hola Lucita.

Le sonrió y señaló frente a él, invitándole a tomar asiento en el otro sillón, mientras uno de los soldados traía una bandeja de plata con una botella de buen coñac y dos copas de cristal.

—Luz María Velarte, capitán.

Luz se acercó al sillón pero se quedó en pie.

—Así es, capitán Tomás Sorolla.

  El hombre de los anteojos sirvió dos copas y le acercó una.

Luz tomó la copa y saboreó un poco antes de echar un trago.

—Me gustaba más cuando no sabía su nombre.

El hombre de los anteojos rió alegre.

—Vamos Luz, a qué viene tanto odio. Se acabó, derrotamos al dictador. Con Porfirio cayó la injusticia, es hora de que la Nación pueda seguir adelante.

Luz echó otro trago y dejó el resto de la copa en la mesita.

—¿Y las tierras?, ¿dónde está todo por lo que ha luchado mi gente?, ¿y aquello por lo que murió mi padre?

El hombre de los anteojos señaló al exterior.

—Está ahí, ahí afuera. Ahora es cuando se puede conseguir; el gobierno tiene las herramientas para hacerlo realidad. Hay que cambiar la violencia por la diplomacia, solo así saldremos adelante.

—¿Ahí afuera? ¡Ahí no hay nada, capitán Sorolla! ¡Muertos y sangre! Muchos muertos y mucha sangre... por nada. Porque su diplomacia no se acordará de nosotros, no más hay que verle para saber que ya encontró lo que buscaba.

Él pasó su mano por las ropas que vestía.

—¿Lo dices por esto? Hay para todos, amiga. Ahora podemos repartirlo, siéntate y hablemos con calma.

—¿Quién lleva corona sino el rey? ¿Donde están las ropas caras para sus soldados? ¿Y sus copas y sillones?

—Escúchame Luz. Esto son beneficios por mi cargo, nada más; beneficios que tú también podrías disfrutar. ¿Acaso no imprimes mayor esfuerzo y responsabilidad? No se trata de regalarte nada, has hecho un duro trabajo. Los machetes de Velarte... ¡si hasta os han hecho un corrido! ¿Y sabes de quién hablan primero? De la coronela Luz. Entiende que gozas de estos premios porque también a ti se te pedirá más cuando las cosas vayan mal. Y así seguirá siendo cuando abandones las armas, si lo haces cuando aun estés a tiempo.

—Morderé siempre, hasta que esto acabe de verdad, para que no sea mi sangre la única que caiga.

El hombre de los anteojos miró la mano derecha de Luz donde seguía alojado firmemente el fiel Peacemaker.

—Veo que lo has llevado todo este tiempo. ¿Aprendiste a dispararlo, eh?

—Fue fácil una vez tuve el motivo.

—Bueno, ¿y ahora qué?

—Ahora se me rinde.

—Ni puedo ni quiero, amiga. Esta nación ha empezado a reconstruirse, no está en tu mano ni en la mía negarlo; pero sí que puedes formar parte de ello.

—¿Sabe lo que hacen con los perros que enseñaron a morder cuando ya no hacen falta? Solo cuando no haya dueños descansaremos y formaremos parte de algo.

—Luz, no voy a seguir discutiendo; más tropas vienen hacia aquí, nuestro cometido no era otro que ganar tiempo. Están derrotándoos en el norte y en el sur, al final no quedará nadie al lado de quien combatir.

—Mientes capitancito, no más salgamos de aquí nos uniremos a Zapata. Y no pensamos parar hasta que lo que prometiste en mi pueblo sea verdad. No importan los soldados ni los capitanes ni los presidentes, importamos nosotros que somos los que caimos y sangramos para que ustedes puidan beber sus copas de cristal.

El hombre de anteojos mudó el rostro y se levantó del sillón.

—Te equivocas Luz, todo lo que vendrá ahora no será más que muerte por muerte. De seguir esta lucha no quedará nada por lo que vivir, solo un país pobre y derruido.

—Quizás mejor así que que quede algo para que vivan bien unos pocos. Si mira afuera verá hombres orgullosos que están aquí porque han luchado para ello. ¿Ya no se acuerda de su plática del no observar? Porque yo si la recuerdo, y ellos también. Han empuñado sus vidas y apuñalan con ella todos los días; no van a volver a ser lo que eran, ahora son mucho más. Y si usté, con todas sus palabras no puede entenderlo es que nunca estuvo en verdad con nosotros. Ni cuando pedimos recuperar lo nuestro, ni cuando mi padre dio su vida por la causa que usted defendió.

—Entonces, no hay más que hablar.

—No, capitán, lo que queda por decir se cuenta con pólvora, sangre y con las lágrimas de su madrecita.

Luz María Velarte se alejó unos pasos del sillón y liberó la presa de su revólver, dejándolo colgar del cordón que coronaba su hombro izquierdo y atravesaba su pecho. Sus hombres se mantenían al margen, atentos a lo que estaba a punto de ocurrir.
            Frente a ella el capitán Tomás Sorolla del ejército regular al servicio de Francisco I. Madero, apuró su copa y se tomó el tiempo necesario en colocarse el cinto con su Pieper Henry & Nicolas; casi podía notar su tambor ansioso por girar una vez más y escuchar la leyenda «Ejército mexicano» grabada en el cuadro. Se recolocó los anteojos y con un gesto firme llamó la atención de sus hombres.

—Señores, si ocurre lo imposible; ríndanse.

La última de sus palabras quedó suspendida en el aire, el silencio no pudo barrerla. Los hombres de uno y otro bando permanecieron en sus puestos, aguantando la respiración, mientras los dos contendientes medían sus capacidades, contrastándolas con las intenciones del contrario. Rápido o buen tiro, eso es lo que importa en una situación así; se trata de una apuesta.
            Tomás rozó la culata de su revólver y vio cómo Luz ya cerraba los dedos sobre el suyo. Se ayudó del pulgar para desenfundar a la vez que escuchaba el chasquido de carga del percutor. Apretó el índice casi al instante, sin apuntar, justo después de haber alzado el cañón, esperando que la suerte le acompañara. No vio el tiro de Luz, solo sus dos grandes ojos de nogal entornándose como aquella vez que reconoció no saber disparar, justo antes de que la bala le golpeara por dentro y notara el rasgar de piel carne y entrañas; pero no el dolor, el dolor no llegó jamás.

Los machetes de Velarte redujeron a los soldados vencidos y los sacaron de la sala.

—¡Llévenselos de aquí muchachos! ¡Salgamos antes de que lleguen los refuerzos!

Los hombres abandonaron la sala. Luz María Velarte dio media vuelta, justo antes de salir, se acercó al cadáver del hombre de anteojos, se agachó y dejó su Peacemaker sobre él junto a un susurro.


—Adiós capitancito, donde quiera que vayas, lo necesitarás.

FIN



Relato presentado al concurso Historia de un revólver de la editorial Ronin Literario; aunque el disparo no dio en el blanco, tuve el gustazo de quedar entre los finalistas.