jueves, 8 de septiembre de 2016

Los machetes de Velarte

Los grillos cortaban la noche, no había faroles ni antorchas encendidos, solo el brillo azulado del filo de los machetes ante la luna.
            Luz caminaba en silencio, miraba a sus paisanos y pensaba en cómo habían cambiado; ni siquiera reconocía su propia figura, pequeña y encorvada, ocultándose entre los agaves con la extraña carga del revólver que empuñaba con fuerza, como si tuviera que soportar el peso de los seis cadáveres que latían en su tambor.
            Aquel arma llegó a ella tiempo atrás, el día que encontró al hombre de anteojos volviendo del campo, de llevar comida a su padre y al resto de campesinos, con su burro. Lo vio entre la imagen distorsionada del canto de las chicharras, sentado en el suelo, con la espalda recostada en uno de los pocos árboles secos y retorcidos. Respiraba con dificultad, su mano derecha, ensangrentada, empuñaba a duras penas un rifle de cerrojo, mientras la izquierda asía con fuerza la gruesa cuerda de una de las dos cajas de madera que permanecían a su lado. Bufó un silbido roto y una mueca de dolor le obligó a abandonar el rifle y apretarse el costado.

* * *

—Ayúdame, muchacha —le dijo—. Llévame a sitio seguro y te daré lo que prefieras de estas cajas.

Lucita se acercó a aquel hombre; su rostro, apuesto, le pareció de fiar. Observó la herida, los rastros y huellas de caballos y carros y comprendió la causa de su estado. Se acercó con calma, sonriendo temerosa para expulsar toda sospecha, y, sin apartar la vista del rifle, reunió fuerzas para esgrimir su voz.

—¿Se encuentra bien, señor?

 —Bueno, estaría mejor con un poco más de agua y una bala de menos.

Intentó una sonrisa, pero el dolor se le escapaba entre los dientes.

Ella miró hacia la caja donde el hombre tenía la mano apoyada. Él comprendió y apartó la tapa. El sol extrajo reflejos de madera y metal: culatas y cañones de armas amontonadas entre las cuatro paredes de madera. Pero solo algo en aquel montón llamó la atención de Lucita, y lo señaló con timidez.
 El hombre siseó una risa.

—¿Un Peacemaker? Seguro que ese caballo ya se ha encabritado más de una vez, ¿sabes usarlo?

 —Ella cerró sus grandes ojos de nogal y negó con la cabeza.

 —Está bien. Tómalo y llévame a un sitio seguro, lejos de este maldito camino.

Lucita no sabía qué iba a hacer con aquel revólver, sabía que a padre no le parecería buena idea, pero lo cogió, lo colgó con un cordel de su cuello e hizo ademán de ayudar a aquel hombre a subir al burro; mas él se negó enérgicamente.

—Las cajas; ayúdame a subirlas al animal.

No discutió. Se limitó a imprimir toda la fuerza que fue capaz de reunir y ayudarle a subir aquellas dos cajas a lomos del animal. Mientras andaba, iba mirando de reojo a aquel individuo. El hombre caminaba a golpes, torciendo el gesto en cada paso, pero no emitió ni un triste gemido hasta que su cuerpo tocó el jergón que le ofrecieron para el descanso.

* * *

Luz movió el revólver y los hombres comenzaron a remontar el camino hacia la hacienda. La luna iluminaba tenuemente los cuerpos nervudos y enjutos, vestidos con camisas y pantalones antaño blancos, ahora pardos de polvo y sangre. Se movían como sombras por los bordes del camino, con la experiencia que otorga burlar a la muerte, abrigados por los arbustos y las plantas de monte bajo que arañaban el suelo seco y terroso. Las cabezas, antes abatidas y de hombros encogidos, mostraban ahora en sus oscuros rostros, quemados por el sol y acuchillados por el viento, semblantes graves y fríos, enterrados bajo las enormes alas de sus sombreros. Donde antes hubo servidumbre, ahora había odio; donde el miedo al hambre alimentó la pasividad, brotaba ahora una insaciable sed de sangre que empuñaba el machete y mantenía cerca el fusil en el hombro. Y Luz se conmovía una vez más, al ver a sus paisanos convertidos en diablos; al ver los ojos de gentes tan apacibles, buscando la tierra de la venganza para apagar todas las brasas que ardían en su interior. Su propio puño se cerraba seguro alrededor de la empuñadura del revólver.
            Movió de nuevo el revólver bajo el brillo de la luna y un quedo chirrido de carro surgió del fondo del camino junto al sordo golpeteo de cascos de caballo apagados por trapos. Miró el Peacemaker de cerca e invocó la calma, mientras brotaba, una y otra vez, de sus labios el mismo mantra: «lo necesitarás».

* * *

El hombre de los anteojos tuvo suerte. La bala no hizo demasiado camino; fue fácil de extraer. No tardó en incorporarse y pasear con los vendajes asegurando la herida. La gente acudía curiosa a ver al estudiante que Lucita había encontrado en el camino. Por alguna razón todos acordaron mantener la presencia de aquel individuo en secreto, nadie informaría al capataz ni a ninguno de los suyos. Durante tres días, al volver del campo tras la puesta de sol, se reunían todos en el patio de la casa del padre de Lucita y el joven de los anteojos hablaba con ellos. Lucita escuchaba oculta tras los barrotes de la barandilla del primer piso; siempre atenta, jugueteaba con el revólver, haciendo sonar, una y otra vez, el chasquido del percutor, apagado por la palma de su mano.

—Amigos, esas armas que traje conmigo no son para librar ninguna guerra, no son para asesinar o robar. Son para recuperar tierras y sacudirse zopilotes. Estas balas son para hundir haciendas y reconstruir ejidos, para domar capataces y recobrar el orgullo perdido. No os hablo de una causa aislada seguida por unos pocos, sino de una fuerza común que sacude a toda la Nación. Está ocurriendo ahora mismo, yo formo parte de ella y puede que vosotros también. Porque si ahora mismo empuñarais estas armas, aunque no sea este lugar su destino, seguirían sirviendo a la misma causa justa. No seríais criminales, sino seres libres, en reconocimiento y reclamación de su propia naturaleza.

Hablaba con ímpetu, con ese tipo de ganas que hace erizar la nuca del que escucha y sentir que algo importante se está compartiendo. Pero no solo habló, sino que también supo escuchar y resucitar a las almas para que las bocas contaran todo aquello que durante tanto tiempo habían callado. Desde su escondite, Luz vio a su padre escupir palabras y lágrimas acerca de algo que jamás hubiera confesado; rojo de ira y bochorno reconoció la deshonra de las visitas del capataz a su mujer. El orgullo herido dio paso al silencio sepulcral que engendra la vergüenza, hasta que una voz se alzó, rompiendo la hipocresía, y un relato parecido resonó en la sala. Poco a poco pasaron, entre las sillas de madera y mimbre y las copas de pulque, los fantasmas de todo cuanto había ocurrido durante años en aquel pueblo. Historias que todos sabían en parte y sospechaban en su totalidad, pero que jamás se atrevieron a escuchar ni nombrar de viva voz. El dolor y la rabia compartida engendró un inicio de hermandad, como nunca antes tuvo lugar.
            Aquellos tres días cambiaron a la gente. Amanecían con otra cara, caminaban al campo de otra forma y arrancaron una forma de hacer las cosas que no pasó desapercibida.

Al cuarto día, el capataz y cinco de sus hombres se personaron en el campo donde trabajaba el padre de Lucita con algunos hombres. Se colocaron frente a ellos, y el capataz adelantó un poco su montura.

—Ramón, ha llegado a mis oídos que tu hija ha acogido a un hombre en tu casa; un forastero.

Ramón tuvo el primer impulso de callar, mas esta vez contestó firme.

—Quién haya dicho eso no ha estado en mi casa estos días, señor.

El capataz miró un momento a los suyos y volvió a dirigirse a Ramón.

 —No puedo, ni pienso perder el tiempo con juegos. La cosa es así de sencilla; o vienes con nosotros por las buenas... o vienes. ¿Entendido?

—No tengo por qué ir a ningún lado, señor. Mi sitio está aquí, tengo que hacer.

El caballo resopló nervioso, un golpe seco y enérgico de fusta lo detuvo en seco. Se escuchaba el respirar fuerte del capataz, su cara tensa mostraba dos ojos grises inexpresivos mientras la angulosa mandíbula latía con fuerte apretar de dientes. Levantó la fusta con un movimiento rápido y envió una voz a sus hombres.

—Ándenle.

Tres de sus hombres dirigieron las monturas hacia Ramón con el lazo en la mano, el resto de campesinos se interpuso machetes en mano, con las hojas mirando al suelo. Los jinetes detuvieron sus monturas y el capataz clavó su mirada aguileña. Por un instante, solo se escuchó el grito ensordecedor de las chicharras y se observó el sudor perlado en cada uno de los rostros presentes. Ninguno de los hombres del capataz imaginaba tal respuesta y, nerviosos sobre sus monturas, esperaron órdenes. La tensión se fue acumulando, varios ademanes quedaron en intentos, hasta que la sombra de un movimiento prendió la mecha.
            Se escuchó un disparo y la nube de pólvora reveló el rostro duro del capataz empuñando su revólver y, frente a él, el cuerpo de Ramón Velarte, retorciéndose en el suelo. Antes de que el humo se disipara del todo, los campesinos ya se habían abalanzado sobre los jinetes.
            Los caballos giraban sobre sí mismos entre fogonazos y filos cortantes. Los jinetes bombeaban el gatillo sin parar, mientras los campesinos anclaban el filo en sus piernas y tiraban de ellos hacia la tierra; una vez derribados, el metal hendía la carne y apagaba el revólver. Los gritos y estallidos cesaron en cuestión de segundos. El capataz y dos de sus jinetes, heridos, marcharon al galope dejando olor acre en el aire y los cuerpos de los suyos mezclados con la sangre de sus enemigos.

La noticia corrió como la pólvora y los campesinos supervivientes acudieron a la casa de Ramón para explicar lo ocurrido. El hombre de anteojos reunió al resto en el patio y colocó las cajas con las armas en medio.

—Todos sabemos lo que ha ocurrido. No es momento de llorar a los muertos, el capataz ha huido pero volverá con más hombres. Son tiempos de armas y tierra, de sangre por libertad; y nadie es libre si no empuña su propio destino. Actuad ahora que la sangre de los vuestros aun está caliente. Esta es vuestra oportunidad. Podéis esperar a la muerte o caminar a su lado, porque ahora es tiempo de que las campanas doblen por ellos, es el momento de que lo robado vuelva a ser vuestro. Se acabó el aprender a resistir, es momento de actuar. Si ahora escogéis quedaros quietos y observar, entonces, todo cuanto os ocurra habrá sido consentido. Morded como coyotes y que, cuando todo esto haya acabado, la sangre que saboreéis no sea solo la vuestra.

Dicho esto quitó las tapas de las cajas para que todos pudieran armarse. Miró hacia arriba en la escalera y vio a la pequeña Lucita. Seria, callada, con los ojos vacíos. Se acercó a ella y esta le esperó en pie, con los hombros caídos y la mirada perdida. Extendió su pequeña mano y le acercó el revólver.

—No sé disparar, señor.

Él rechazó el ofrecimiento y posó su mano derecha sobre su hombro.

—Luz, lo necesitarás.

Entonces la puerta se abrió y vio a sus paisanos, machetes en mano y fusiles al hombro, salir a la noche donde el cielo limpio y una clara luna les esperaba.

* * *

—Coronela, hay dos guardias en la puerta, están platicando y tomando.

—Bien.  Julián, ve con Eduardo y Manuel. Vayan al muro, rodéenle y miren si hay algún paso bueno. Vigilen partes altas por si hay algún soldado más.

El hombre, de cejas pobladas y voz cortada, asintió y señaló al resto de la expedición.

—¡Esperen! Nada de fusiles, si tienen que solucionar algún problema tiren de machete.

—Pues claro, coronela, como siempre.

Julián afiló una sonrisa mientras mostraba orgulloso su machete con la borla de un sable de oficial atada al mango.

Nadie diría que había cien hombres tumbados entre arbustos y agaves. Cien guerreros capaces y templados en el campo de batalla: Los machetes de Velarte, les llamaban. Callados y quietos como piedras, esperando la señal acordada para seguir el plan.
            Se escuchó un grito ahogado en la hacienda, apenas audible para quien no estuviera atento. 200 ojos y oídos atravesaron la noche, pendientes de cualquier movimiento o sonido extraño. Pero los guardias seguían hablando entre risas y solo el canto de los grillos hería el silencio reinante entre los machetes. Al fin, un sombrero hondeaba sobre uno de los tejados de dentro de los muros.

—Ahí están esos dos. José, Felipe, váyanle a los guardias. Pascual, pon en aviso a los del final, que esperen hasta lo acordado. El resto vendrá conmigo.

Aun reían alegres los guardias. No habían bebido mucho, pero sí lo suficiente como para generar un ambiente cómodo, ligeramente alejado del exterior.

—Era una chamaquita muy linda, con bonitos ojos y buenos pechos...

—¡Y muy guarra!

—¡Maldito hijo de mil padres! Como vuelva a oírte platicar eso otra vez, no más te rajo la cara.

—No se me enoje compadre. ¡Dígame ahorita mismo si no era guarra la chamaca!

—Pues en verdad sí que era guarra, sí.

—¿Entonces?

—Pues que no se dice compadre, que no se dice.

—Ta bien, tampoco vamos a peliar por...

Interrumpió su frase al ver cómo su compañero estaba a punto de perder la cabeza, pero no pudo ni tomar aire antes de sentir un frío metálico rasgando su piel, al hundirse en su propio cuello. Cayeron con la misma paz con la que habían pasado la noche, los vasos de pulque rodaron por la tierra derramando su contenido.
            Luz movió de nuevo el revólver dos veces, a izquierda y derecha. El grupo principal se dirigió a la hacienda, dividiéndose en dos frentes.
            Zapatos de esparto, treparon los muros de adobe, diseminándose por el interior de la hacienda y subiendo a los tejados. En un momento, como si de un enjambre de hormigas se tratara, cubrieron todo el terreno. Las ventanas, las puertas y las terrazas de todos los edificios, salvo el principal, tenían cerca un machete dispuesto a golpear. Una vez colocados quedaron en silencio a la espera de la señal.
            Luz cruzó el patio central y se dirigió al edificio central de la hacienda; una casa imponente, reforzada con sacos de arena y maderas, se alzaba ante ella. Desde lejos podían verse las figuras de varios guardias que vigilaban apostados tras las barricadas y una ametralladora Hotchkiss entre ellos. Ella siguió caminando ignorándoles. Uno de los guardias advirtió su presencia, pero no acertó a reaccionar ante la visión de una mujer sola allí en plena noche.
            Luz dio un par de pasos más; despertó el Peacemaker. El proyectil se alojó cómodamente en el cráneo del soldado de la ametralladora. A partir de entonces no hizo falta voz de alarma, una sola bala desató el infierno y en el principio del camino por el que llegaron los machetes, brotó de nuevo un chirrido de carro y los cascos apagados de bestias de tiro.
            Luz se hizo a un lado, cubierta por parte de sus hombres que abrían fuego contra los guardias de la barricada.
            El estruendo del tiroteo hizo salir a los soldados del resto de edificios de la hacienda. Como si de un avispero se tratase, salían los soldados arrancados del sueño, entre gritos, armas en mano a medio vestir, intentando aclarar vista y mente y comprender qué es lo que estaba pasando. Había quien disparaba nada más abrir la puerta, otros preferían consumir algunos segundos antes de apretar el gatillo para distinguir compañeros de tropas enemigas; todos cayeron destrozados por los golpes de los machetes. Solo algunos retuvieron el tiempo lo suficiente para ver lo que estaba pasando sin abandonar el refugio; esos consiguieron acabar con sus verdugos y salir al exterior para agruparse. Organizaron una defensa brava, aprovechando cualquier parapeto como cobertura, vendiendo caras sus vidas; pero habían quedado separados del otro contingente, aislado en el edificio principal, y nada podían hacer salvo morir empuñando un arma o correr por sus vidas, a sabiendas de que allí fuera estaba todo perdido.
            Varios hombres de Luz tomaron la ametralladora Hotchkiss de la barricada, la alzaron y comenzaron un tortuoso camino alejándola de aquel lugar. Los soldados disparaban desde dentro del edificio, mientras los proyectiles del resto de machetes silbaban a su alrededor y callaban dentro de ellos.
            Cada metro que la ametralladora avanzaba era un triunfo para los de Luz y un desespero para los soldados que disparaban con la ceguera de la urgencia y el pulso frágil de unos nervios tan rígidos que podrían atravesar la piel. Cuando los de abajo consiguieron parapetar la ametralladora tras un murete y encararla hacia el edificio principal, los temores de los soldados se materializaron en plomo. Pese a los muebles, sacos y otros objetos con que cubrieron ventanas y balcones, salir allí a disparar suponía una muerte segura en la que la única diferencia era el tiempo que se mantendrían con vida. Y aun así, aguantaban firmes, intentando colocar cada bala por ser posiblemente la última, sin desesperar mucho en la seguridad personal, por concebirla ya perdida.
            En ese preciso momento, Luz dio la señal acordada y uno de sus hombres hirió con una luz el cielo nocturno. Respondiendo a la invocación, el chirrido del carro, que los había acompañado durante todo el camino, atravesó el portón del muro de adobe de la hacienda. Las bestias de tiro lo condujeron a lo largo del terreno inicial de la hacienda, ya asegurado por los machetes. Una vez detenido, los hombres del carro quitaron la tela y abrieron la portezuela de madera reforzada hasta que su extremo tocó el suelo y permitió bajar un imponente cañón Mondragón.
            Encararon la bestia hacia el edificio principal, cargaron su muerte y escucharon el limpio «clac» de fuerte metal bien engrasado. Dieron las voces pertinentes y esperaron la confirmación. En el edificio central corrió la voz de alarma entre los soldados, los mejores tiradores templaron los nervios y afilaron la vista; los mauser atronaron y los cuerpos de dos hombres de la dotación, cayeron inertes sobre el metal frío del arma.
            Luz vio lo que estaba ocurriendo y, señalando a la ametralladora, jugó su mejor baza.

—¡Julián, váyale! ¡Ustedes, asegúrense que llega sano!

Una lluvia de proyectiles fue enviada contra los soldados, mientras otro sombrero estrellaba una botella de alcohol contra el balcón, rociando con fuego a sus enemigos. Julián cruzó la calle a toda velocidad con un enjambre de proyectiles hiriendo su sombra. Llegó hasta la Hotchkiss, apartó al compañero que la utilizaba y le señaló a la munición.

—¡Que no falte, compadre!

Situó la mira hacia el objetivo y dejó que aquel caballo salvaje se encabritara siguiendo el movimiento natural de la máquina de forma firme y fluida. Hondonadas de plomo fueron enviadas hacia las posiciones enemigas, horadando sacos y cristales, estrellándose contra las paredes, hundiéndose en la carne. No tardó en notar el metal caliente y el olor a aceite y residuos de pólvora acumulada.

—¡Agua! ¡Échele agua! —gritó a su compañero.

El líquido se evaporaba antes casi de tocar la maquinaria, quemaba el mismo agarre; en poco tiempo las pequeñas piezas de sus entrañas se reducirían a un amasijo de metal fundido, pero Julián seguía al frente, conocedor de lo que estaba a punto de ocurrir.
            Otra luz surcó el cielo nocturno; su resplandor se reflejó en los trozos de cristal que aun aguantaban sujetos a las ventanas y en los ojos de los soldados que, desdeñando el fogonazo de la Hotchkiss, sabían que algo peor estaba por venir.
            El cañón escupió su fuego y, allá en el edificio principal, estalló una espiral de piedra, madera, carne y metal, dejando un boquete en la fortaleza que pronto otro proyectil se encargaría de agrandar.
            Los hombres de Luz se colaron en el edificio y comenzó la lucha cerrada donde las armas de fuego brillaban tanto como los filos de los cuchillos y machetes. Cada recodo, escalera y habitación era defendida como si fuera el último pedazo de tierra en el mundo. Solo cuando los de Luz empezaron a controlar la planta baja, los soldados aflojaron sus ataques. Indudablemente para ellos todo estaba perdido, era solo cuestión de tiempo que los atacantes ganaran la batalla. Pronto el fuego cesó y uno de los soldados apareció con bandera blanca solicitando hablar con quien estuviera al mando.
            Luz apareció entre sus hombres.

—Yo estoy al mando.

El soldado guardó silencio y titubeó antes de decidir cómo seguir.

—Haga el favor de venirse, señora. El capitán Sorolla quiere hablar con usted.

Luz hizo una seña a Julián y este la acompañó escaleras arriba, junto a otros cuatro hombres; el resto fue reduciendo a los soldados que encontraban.
            El soldado les llevó por un pasillo vestido con alfombra granate de bordados verdes y amarillos. Traspasaron una puerta doble de estilo colonial y entraron en una gran sala donde una mesa de roble reinaba con 10 buenas sillas sobre el ala derecha, mientras en la parte izquierda dos sillones de buena madera oscurecida y tapicería azul y plata acompañaban a una mesita de buena forja.
            Lo vio en uno de los sillones, cómodamente aposentado, luciendo ropas caras y pañuelo en el cuello. Su cara era idéntica a la del hombre que Luz encontró recostado en un árbol al borde del camino, con una herida en el costado.

—Así que capitán Sorolla...

—Hola Lucita.

Le sonrió y señaló frente a él, invitándole a tomar asiento en el otro sillón, mientras uno de los soldados traía una bandeja de plata con una botella de buen coñac y dos copas de cristal.

—Luz María Velarte, capitán.

Luz se acercó al sillón pero se quedó en pie.

—Así es, capitán Tomás Sorolla.

  El hombre de los anteojos sirvió dos copas y le acercó una.

Luz tomó la copa y saboreó un poco antes de echar un trago.

—Me gustaba más cuando no sabía su nombre.

El hombre de los anteojos rió alegre.

—Vamos Luz, a qué viene tanto odio. Se acabó, derrotamos al dictador. Con Porfirio cayó la injusticia, es hora de que la Nación pueda seguir adelante.

Luz echó otro trago y dejó el resto de la copa en la mesita.

—¿Y las tierras?, ¿dónde está todo por lo que ha luchado mi gente?, ¿y aquello por lo que murió mi padre?

El hombre de los anteojos señaló al exterior.

—Está ahí, ahí afuera. Ahora es cuando se puede conseguir; el gobierno tiene las herramientas para hacerlo realidad. Hay que cambiar la violencia por la diplomacia, solo así saldremos adelante.

—¿Ahí afuera? ¡Ahí no hay nada, capitán Sorolla! ¡Muertos y sangre! Muchos muertos y mucha sangre... por nada. Porque su diplomacia no se acordará de nosotros, no más hay que verle para saber que ya encontró lo que buscaba.

Él pasó su mano por las ropas que vestía.

—¿Lo dices por esto? Hay para todos, amiga. Ahora podemos repartirlo, siéntate y hablemos con calma.

—¿Quién lleva corona sino el rey? ¿Donde están las ropas caras para sus soldados? ¿Y sus copas y sillones?

—Escúchame Luz. Esto son beneficios por mi cargo, nada más; beneficios que tú también podrías disfrutar. ¿Acaso no imprimes mayor esfuerzo y responsabilidad? No se trata de regalarte nada, has hecho un duro trabajo. Los machetes de Velarte... ¡si hasta os han hecho un corrido! ¿Y sabes de quién hablan primero? De la coronela Luz. Entiende que gozas de estos premios porque también a ti se te pedirá más cuando las cosas vayan mal. Y así seguirá siendo cuando abandones las armas, si lo haces cuando aun estés a tiempo.

—Morderé siempre, hasta que esto acabe de verdad, para que no sea mi sangre la única que caiga.

El hombre de los anteojos miró la mano derecha de Luz donde seguía alojado firmemente el fiel Peacemaker.

—Veo que lo has llevado todo este tiempo. ¿Aprendiste a dispararlo, eh?

—Fue fácil una vez tuve el motivo.

—Bueno, ¿y ahora qué?

—Ahora se me rinde.

—Ni puedo ni quiero, amiga. Esta nación ha empezado a reconstruirse, no está en tu mano ni en la mía negarlo; pero sí que puedes formar parte de ello.

—¿Sabe lo que hacen con los perros que enseñaron a morder cuando ya no hacen falta? Solo cuando no haya dueños descansaremos y formaremos parte de algo.

—Luz, no voy a seguir discutiendo; más tropas vienen hacia aquí, nuestro cometido no era otro que ganar tiempo. Están derrotándoos en el norte y en el sur, al final no quedará nadie al lado de quien combatir.

—Mientes capitancito, no más salgamos de aquí nos uniremos a Zapata. Y no pensamos parar hasta que lo que prometiste en mi pueblo sea verdad. No importan los soldados ni los capitanes ni los presidentes, importamos nosotros que somos los que caimos y sangramos para que ustedes puidan beber sus copas de cristal.

El hombre de anteojos mudó el rostro y se levantó del sillón.

—Te equivocas Luz, todo lo que vendrá ahora no será más que muerte por muerte. De seguir esta lucha no quedará nada por lo que vivir, solo un país pobre y derruido.

—Quizás mejor así que que quede algo para que vivan bien unos pocos. Si mira afuera verá hombres orgullosos que están aquí porque han luchado para ello. ¿Ya no se acuerda de su plática del no observar? Porque yo si la recuerdo, y ellos también. Han empuñado sus vidas y apuñalan con ella todos los días; no van a volver a ser lo que eran, ahora son mucho más. Y si usté, con todas sus palabras no puede entenderlo es que nunca estuvo en verdad con nosotros. Ni cuando pedimos recuperar lo nuestro, ni cuando mi padre dio su vida por la causa que usted defendió.

—Entonces, no hay más que hablar.

—No, capitán, lo que queda por decir se cuenta con pólvora, sangre y con las lágrimas de su madrecita.

Luz María Velarte se alejó unos pasos del sillón y liberó la presa de su revólver, dejándolo colgar del cordón que coronaba su hombro izquierdo y atravesaba su pecho. Sus hombres se mantenían al margen, atentos a lo que estaba a punto de ocurrir.
            Frente a ella el capitán Tomás Sorolla del ejército regular al servicio de Francisco I. Madero, apuró su copa y se tomó el tiempo necesario en colocarse el cinto con su Pieper Henry & Nicolas; casi podía notar su tambor ansioso por girar una vez más y escuchar la leyenda «Ejército mexicano» grabada en el cuadro. Se recolocó los anteojos y con un gesto firme llamó la atención de sus hombres.

—Señores, si ocurre lo imposible; ríndanse.

La última de sus palabras quedó suspendida en el aire, el silencio no pudo barrerla. Los hombres de uno y otro bando permanecieron en sus puestos, aguantando la respiración, mientras los dos contendientes medían sus capacidades, contrastándolas con las intenciones del contrario. Rápido o buen tiro, eso es lo que importa en una situación así; se trata de una apuesta.
            Tomás rozó la culata de su revólver y vio cómo Luz ya cerraba los dedos sobre el suyo. Se ayudó del pulgar para desenfundar a la vez que escuchaba el chasquido de carga del percutor. Apretó el índice casi al instante, sin apuntar, justo después de haber alzado el cañón, esperando que la suerte le acompañara. No vio el tiro de Luz, solo sus dos grandes ojos de nogal entornándose como aquella vez que reconoció no saber disparar, justo antes de que la bala le golpeara por dentro y notara el rasgar de piel carne y entrañas; pero no el dolor, el dolor no llegó jamás.

Los machetes de Velarte redujeron a los soldados vencidos y los sacaron de la sala.

—¡Llévenselos de aquí muchachos! ¡Salgamos antes de que lleguen los refuerzos!

Los hombres abandonaron la sala. Luz María Velarte dio media vuelta, justo antes de salir, se acercó al cadáver del hombre de anteojos, se agachó y dejó su Peacemaker sobre él junto a un susurro.


—Adiós capitancito, donde quiera que vayas, lo necesitarás.

FIN



Relato presentado al concurso Historia de un revólver de la editorial Ronin Literario; aunque el disparo no dio en el blanco, tuve el gustazo de quedar entre los finalistas.

martes, 16 de agosto de 2016

Acciones

Ilustración de Cortés-Benlloch

Cerró la puerta tras él. El silbido de la estufa le dio la bienvenida. Colgó el abrigo en la percha del pequeño descansillo, abrió uno de los cajones del viejo mueble, cogió pipa y tabaco y se asomó a la cocina.

—Cariño, ya estoy en casa.

—Hola.

Solo un hola, algo forzoso y apagado. La mesa descansaba vacía y no había cacerola alguna en el fogón.

—Pero, ¿y la cena?

Su esposa se quedó mirándolo mientras pinzaba con sus dedos el delantal.

—Ahora mismo iba a hacerla.

—Y, ¿qué has estado haciendo? ¿Ha ocurrido algo?

—Ha venido Abby, hemos estado hablando.

El alma de Peter resopló.

—No quiero saber nada del hotel; me he cruzado con el viejo Cook.

Ella calló inmediatamente, mudó el rostro y apretó aun más la tela.

—Y, ¿qué quería?

—Congraciarse. En un momento lloraba por Thorn y sus circunstancias, y al siguiente estaba intentando convencerme de que tomara partido por él.

—¿Pero te dijo algo más?

—¿Y qué más iba a decirme? Solo quiere sobrevivir a toda costa. Y aprovechar el momento para sacar tajada... Que tenías razón me ha dicho...

Una sombra de alivio iluminó su cara antes de regresar a la preocupación.

—Y, ¿te ha preguntado algo?

—No, ya te digo que todo cuanto le interesa es su ombligo. Y dejémoslo estar.

Ella puso una olla a calentar, Peter tomó dos pizcas de tabaco, cargó la cazoleta de la pipa y acercó una larga astilla al fuego. Cuando colocó la llama sobre las hebras, el tocino chisporroteaba en el metal caliente y un agradable aroma de patatas cebollas y zanahorias inundaba la cocina.

Peter dio una chupada a la pipa y soltó el humo con calma. Se quedó pensativo, mirando cómo se deshacían los hilos de la neblina.

—Habló de Owen y Tom.

—¿Quién, Cook?

Peter asintió mientras daba otra bocanada.

—Los nombró con toda tranquilidad e intentó engancharme con ellos. No le culpo, ¿sabes? La culpa es nuestra. ¿Cómo van a respetarnos si no hicimos nada cuando lo de Tad? Les decimos a gritos que hagan, porque pueden hacer. Porque mientras estemos bien, ¿qué importan los otros?

Ella lo miró y los dedos aligeraron su presión.

—Si pudiéramos hacer algo... pero ¿qué?, ¿qué medios tenemos? Estoy seguro que después de todo lo que ha pasado la gente... estamos más dispuestos. Ya no es la vieja Abby ni el cadáver de Tad, es Linda y el recuerdo revuelto de todos cuantos han sufrido. Porque las heridas tapadas duelen menos, pero siguen latiendo.

Una sonrisa, limpia y sincera, se dibujaba en el rostro de ella conforme iban sonando aquellas palabras y las manos liberaban el delantal.

—Bueno, lo cierto es que hay algo que puede hacerse...

—¿Qué quieres decir?

—Como te había dicho, ha venido Abby.

Peter dejó la pipa a un lado.

—¡Un momento, quieres decir que has estado hablando algo de esto con Abby sin contar conmigo?

—No me atrevía a decírtelo, pensé que a lo mejor te parecía mala idea, pero fui incapaz de negarme.

—¿Negarte? ¿Qué has hecho, mujer?

Ella se acercó a las cortinas, junto a la ventana a través de la cual vio a la joven por vez primera; apartó la tela y allí estaba la chica, tan joven y asustada como le pareció verla aquel día.

—¿Pero qué...?

—La ha sacado Abby del hotel. Estará aquí solo hasta que salga poco antes del amanecer. Hay más gente en esto, Peter. Esta vez no hay nombres ni planes públicos. Solo se actúa. Es como tú has dicho, cariño, esta vez sí que estamos respondiendo. Esta chica llegará al fin a su casa.

La réplica latía en la sangre de él con la fuerza del orgullo herido, pero una chispa de lucidez le hizo admitir que era lo mejor que podía hacerse; por la joven y por el mismo pueblo.

—¡Está bien! Escóndela, que nadie la vea ni la oiga. Si en algún momento las cosas se complican, salid por casa del señor River. Voy a por la escopeta, va a ser una noche larga.

 

A través de la ventana podía verse la calle principal, donde una procesión de trajes caminaba en silencio, describiendo el bamboleante vaivén propio de personas de su talla e importancia, hacia las puertas del hotel del señor Thorn.

Sonreían grotescamente y se miraban hambrientos y excitados. Estaban a punto de cruzar el umbral tras el cual podrían dar rienda suelta a sus más bajos instintos sin temer por la intachable y puritana imagen pública que tanto necesitaban proyectar.


 

Arriba, en el último piso del hotel, una pequeña ventana mostraba al poderoso señor Thorn, quien había levantado el pueblo tras el rechazo del ferrocarril. Él, el verdadero responsable de que todo hubiera continuado en marcha, miraba ahora sus cuentas: gastos varios y los ingresos, con los nombres de cada chica apuntados al lado. Recorría los datos con la misma forma mecánica con la que había hecho todo durante los últimos años, sin caras ni voces, solo números. Su dedo índice llegó entonces al renglón donde descansaba el nombre de aquella joven que trajo Bowler una noche de invierno; idéntica a otras muchas que llegaron en similares circunstancias, posiblemente menos reseñable que otras, y, sin embargo, fue incapaz de pasar a la siguiente línea.

Entonces, un escalofrío recorrió, eléctrico, su nuca; una sensación terrible que cristalizó en duda. Dejó a un lado el papel, observó hacia las casas del pueblo y la corazonada se tornó certeza.



FIN

lunes, 1 de agosto de 2016

Reveses


 Ilustración de Cortés-Benlloch

El eco del sol quedaba en el horizonte, una luz mortecina que apenas iluminaba la parte alta de los tejados. Aquí, en la calle principal, una silueta cerraba los postigos de las ventanas de uno de los edificios; allá, entre las calles, unos pasos cansados ayudaban a discernir otra sombra que se acercaba.

El señor Cook aun andaba con las palabras del joven Bill en la cabeza. Las piezas de ajedrez parecían moverse y los pequeños engranajes de su cabeza seguían en movimiento. Dio un último tirón de la contraventana para asegurarse y los pasos llegaron a sus oidos.

Peter caminaba cansado, había hecho la mayoría de los encargos a pie; no se atrevía a forzar el carro hasta poder acercarse a la ciudad o que otro herrero arraigara en el pueblo. Cada paso le acercaba más a su casa donde esperaban su mujer, una humeante mesa recién puesta y la paz del final de la jornada. Casi podía saborear los bollos recién hechos con la mantequilla fundida, hundidos en el cuenco de delicioso estofado, cuando adivinó entre las sombras la figura del viejo Cook. Entonces, su cuerpo hizo acopio de fuerzas y apretó el paso con la decisión que aporta un buen motivo.

El señor Cook adivinó al dueño de aquellos pasos y vislumbró por el rabillo del ojo la inconfundible silueta de Peter. Raudo, introdujo la mano en su bolsillo y agarró la pesada llave de hierro; la tomó con fuerza y se dispuso a realizar una estocada, clara y precisa, contra la cerradura. Escuchó los pasos de Peter acelerándose y su primer intentó acabó con el hierro golpeando fuera del blanco. Los pasos se alejaban y en su mente la figura se fundía entre las sombras. Jugó un as en la manga:

—¡Peter!

Más pasos dieron la respuesta. Sin tiempo que perder, embistió de nuevo el metal y por fin logró su objetivo. Giró y el primer cloqueo del mecanismo le animó a seguir; llegó el segundo chasquido y con el tercero la llave quedó liberada; sus pies comenzaron a actuar y aceleró el paso hasta ponerse a la altura de Peter.

—¡Peter! ¡Ey, amigo!

La tercera palabra dejó clavado a Peter; no sabía si detenerse o seguir como si no hubiera oído nada. Antes de decidirse tenía ya ante él al jadeante rostro enrojecido del señor Cook.

—¿Acaso no me oías? ¡Caray, otra carrera de estas y me da algo! Ya no somos los de antes, ¿verdad Peter?

—Los años no perdonan Cook, ni a ti ni a nadie. Como tampoco lo hará mi mujer si llego tarde.

Cook sonrió ampliamente mientras daba una palmadita en el hombro a Peter.

—Claro, ¡lo primero es la familia! Solo quería comentarte una cosa.

—¿Y bien?

—Es referente a lo que comentó tu mujer, lo de aquella joven... He de reconocer que posiblemente no hice el caso que merecía el asunto ni le di la importancia que debiera. Lo cierto es que pensaba que eran sensiblerías de mujeres pero, a día de hoy, poco se puede decir salvo que tu señora tenía razón. Pensé que podríamos tragarnos esa pequeña espina pero me equivoqué; se nos ha quedado clavada en el paladar. No hay más que ver todo lo que ha ocurrido; más aun con lo que tiene que venir.

—Lo que le ha pasado a este pueblo es algo que ya veníamos arrastrando.

Cook buscó en su bolsillo el reloj y lo apretó con fuerza.

—Quizás tengas razón, pero lo cierto es que ya está todo así. Ha habido mucho movimiento y es momento de decidir qué hacer. Desde lo de Bowler apenas se ve a Thorn y esa Maggy aprovecha cada vez más su ausencia para tomar las riendas.

—Cook, eso no es asunto mío.

—Estamos hablando de la mujer que mandó matar a Owen y al herrero.

—Se llamaba Tom.

—Eso, ¿ya los has olvidado?

Por supuesto que no, ¿te acordaste tú de ellos alguna vez? ¿O solo cuando viste cambiar las tornas? Cook, algo ha pasado y no sé hacia dónde nos llevará. Sé que estos tambaleos, estos juegos de poder, os quedan más cerca a vosotros que a mí; así que, en lo que a mí respecta, podéis seguir con vuestro ajedrez. Si algo ha valido la pena en todo este tiempo es la vida de esa joven y de cada uno de los que la dejaron para ayudarla; pues no tenía nada que ver en vuestros asuntos y puede que nada tuviera que ver con esa vida que le ofrecíais. Si hay alguien que merece siquiera nuestro aliento no sois vosotros que solo nos recordasteis cuando sacabais tajada. Quizás esto cae porque observamos poco y decidimos mucho, quizás porque seguimos un camino poco lícito mientras nos vanagloriábamos de lo contrario; puede que simplemente dejamos que todo ocurriera, pero lo cierto es que por primera vez los muertos pesan más allá de nuestras noches; lo cierto es que ahora puede que hallamos aprendido algo; me pregunto si vosotros también. Es posible que tengamos delante a otra gente o a la misma, lo que tengo bien claro es que mi vida es mía y pienso apostarla por mí, por los míos y por todo aquello que crea que vale la pena; ahí no tienen cabida vuestras palabras ni vuestros intereses; ahí...

Cook escuchaba con el ceño fruncido. Las primeras palabras pasaron rápidas, atento como estaba a la réplica, buscando el hueco con que contraatacar; mas no encontró hueco alguno. Los argumentos se encadenaban irremediablemente, como la chispa en la mecha de un cartucho de dinamita. Recibía la andanada mientras cerraba los dedos buscando la calidez áurea de su reloj. Sin darse cuenta apretaba cada vez más. Conforme escuchaba aquellas palabras lacerantes constreñía el puño y se esforzaba en mantener, alta y amplia, una sonrisa, cada vez más compleja e inconsistente. Aguantaba su ira notando la tensión en los dedos, hasta que, de pronto, la cadena se rompió y Cook no escuchó nada más. Solo vio a Peter ahí plantado, moviendo los labios, lejano, como a mil kilómetros de distancia. Las pupilas se destensaron y la imagen perdió su forma. Finalmente dejó de sentir olor alguno, ni frío ni calor. Se quedó allí en pie, entre las sombras, mientras la figura distorsionada de Peter retumbaba algo antes de partir.

lunes, 18 de julio de 2016

Fisuras

Ilustración de Cortés-Benlloch

El brillo anaranjado del sol reflejaba, cobrizo, en la esfera de bordes dorados del reloj. El señor Cook presionó la tapa con el pulgar hasta escuchar el limpio «clac» y alzó la vista hacia el joven que permanecía expectante frente a él.

—No puede ser... ¿Jack Crow?, ¿estás seguro de haber oído bien, chico?

—Le aseguro que sí, Sr. Cook, el señor Abe lo dijo claramente. Fue él quién mató a Tom y
Owen; quería hacerse con el hotel.

El señor Cook respiró hondo y soltó aire negando calmadamente con la cabeza, mientras
observaba, ensimismado, su reloj.

—No, Bill. Jack era un fanfarrón, un tipo de genio corto y mano larga, pero leal, o simple...
como quieras verlo. Un revólver no puede disparar a la mano que lo maneja. Si buscas un
traidor deberías mirar entre las faldas del hotel... esa zorra de Maggy, ella sí que carga las
balas. Ella es quien tiene engañado al pobre Thorn; desde lo de Bowler, ya no es lo que era.

—¿Maggy?, pero ella es ahora la mano derecha del Sr. Thorn. ¿Para qué iba a intentar
hacerse con el hotel?

—Eso es lo que quiere que creamos. Y parece que Abe ha entrado en el juego. Siempre he
sabido que cojeaba hacia ese lado, pero nunca hubiera imaginado que tomaría partido de
forma activa. Él estuvo con nosotros desde el principio, poniendo los primeros tablones de
este sitio... conocemos mejor que nadie cómo funciona este lugar; como te pasará a ti dentro
de muchos años.

—Sr. Cook, no me pareció que el Sr. Abe supiera algo.

—¿Y qué vas a saber tú? No son temas que un chico pueda comprender... Solo te diré que
algo va a pasar y vendrá de esa mujer. Habrá que tener los ojos bien abiertos, vigilarla y
recoger toda la información que sea necesaria, porque Thorn no nos escuchará si no hay
pruebas que corroboren la información. Este pueblo ha vivido varias tragedias en poco
tiempo, eso mina la confianza y tambalea los cimientos de cualquier la estructura.

—Puede que tenga razón, es una lástima.

—¿Una lastima? No, es el momento perfecto para quien sepa aprovecharlo. Es ahora cuando
debemos de actuar.

—Pero, todos los problemas, las pérdidas de este pueblo, ¿y todos los que han muerto?

—¿Esos?, ya no están con nosotros. Solo son muertos.

El viejo Cook, soltó la esfera y dejó que la cadena se deslizara entre sus dedos hasta que el
reloj entró en el bolsillo de su chaleco.

lunes, 4 de julio de 2016

Interpretaciones

El sol quedaba anclado en lo alto, calentando el pueblo de un modo que el invierno había hecho olvidar. Los postes del porche trasero del saloon crujían ante el calor y extendían su sombra hacia la calle, donde un joven Bill esperaba, pacientemente, sobre su carro para realizar la entrega.

La puerta se abrió y el rostro embigotado de Abe asomó tras ella.

—Hola Bill, perdona que te haya hecho esperar, pero tengo una buena liada dentro.

—Hola señor Abe, ¿mucho trabajo?


—No exactamente... 

Abe bajó del porche dispuesto a ayudar al joven Bill a desatar las cuerdas.

—Verás, desde que Tom y Owen nos dejaron, las cosas han andado un poco revueltas; pero ahora, con lo de Jack, la gente que viene al saloon acude con una sombra en el rostro. Las desgracias son malas compañeras para el negocio, tuercen las risas en charlas tristes y elucubraciones, alargan los tiempos entre tragos y ahuyentan al resto de clientela. A poco que te fijes, verás que son menos los que acuden al hotel.

Bill dejó una de las cajas en el porche y el tintineo evidenció la carga.

—Pero, ¿qué es lo que ha pasado con Jack?


Un quiebro repentino, respondió en la cara de Abe.

—¿No te has enterado? Él fue quién acabó con Owen y el herrero; ese maldito bravucón y sus sanguijuelas. En estos temas no hay nada completamente claro, pero se cuenta que Thorn no tuvo más remedio que acabar con él. Al parecer intentaba algo; no sé decirte bien el qué, pero todo apunta a que pretendía hacerse con el hotel. Se rumorea que la desaparición de Bowler tiene que ver con todo esto.

Bill se quedó quieto, recordando la figura y los gestos del grandullón de Jack, e imaginó aquel rostro iracundo despachando a sangre fría al conductor de la diligencia y al herrero. Pensó en el momento de apretar el gatillo, justo antes de que el plomo rompiera huesos y desgarrara carne, anulando la existencia de alguien a quien conocía de tanto tiempo, y un frío primigenio le hizo estremecerse.

—¿Estás bien, chico?

Bill se repuso, pestañeó, tragó saliva un par de veces y se dirigió hacia el carro para continuar con su trabajo.

—Sí, es solo este maldito calor. Hace nada que dejó de nevar y ya siento como si me hirviera la sangre.

lunes, 20 de junio de 2016

Golpes

Ilustración de Cortés-Benlloch

Dejó en el suelo el candil, el cerco naranja empequeñeció y ella se hizo una con la oscuridad. En el cielo, las estrellas brillaban demasiado lejos; en la tierra, las siluetas hacía tiempo que habían difuminado su forma. Solo su voz llenaba el vacío; sonaba seria, algo árida, calculadora y resignada, con un regusto triste en el eco.

—Sabes perfectamente por qué estamos aquí. Este es el final de un camino que tomamos hace mucho tiempo; cada uno por su lado.

Maggy se detuvo un segundo. No esperaba réplica, tan solo quería paladear las palabras.

—Cada uno tenemos nuestras prioridades, nuestra propia forma de hacer las cosas. Tú te has acostumbrado a atronar y que el cielo llueva a tu son. Alzas la voz como la mano y piensas que todo se mantiene por tu poder. Tan vana es la confianza que piensas que puedes manipular al mismísimo Thorn sin pincharte...

Maggy dio unos pocos pasos, en una y otra dirección, sin abandonar el espacio frente a su interlocutor.

—Y sin embargo, aquí está la vida. ¿Qué vas a hacer ahora? Sé lo que piensas. Sé lo que quisieras haber intentado... mala suerte. Seguramente te preguntas cómo fui tan rápida, cómo pude conseguir prepararlo todo. Es sencillo, yo no atrono. La gente responde mejor cuando no hay fuerza ni presión, cuando el hilo que los ata es liviano y sedoso. Hay sonrisas que cierran grilletes y golpes y gritos que acaban por romperlos.

Se sentó en el suelo, sin importarle el vestido ni el frío que seguía anclado a la tierra tras las nevadas.

—Hacía tiempo que no estábamos tan cerca tú y yo, que no nos tomábamos un rato para charlar sin afrentas ni cálculos. ¿Recuerdas? ¿Recuerdas las risas y las charlas cuando los actos no lastraban? Claro que lo recuerdas y hasta lo envidias una vez visto lo que nos ha tocado vivir. Te gustaría volver atrás, ¿verdad? Te encantaría deshacer parte de este maldito camino, escuchar más, afirmar menos y tener bien claro que toda proeza que realices se hace porque los demás están detrás...

El pulso de las estrellas reflejó en una sola lágrima cayendo por la mejilla de Maggy hasta llenar de agua y sal sus labios.

—Estoy segura de que te gustaría; darías lo que fuera por volver. Porque te pesan los muertos, porque pasas la noche en vela soñando con viejas, con zarpas y marañas y el quejido desagradable de viudas y muertos. Lo harías si no fuera demasiado tarde. Pero lo es, Jack, así que toca tragar y seguir adelante.

Secó sus labios con el dorso de la mano y se incorporó.

—Todo lo que puedo hacer ahora es construir, e intentar arreglar con mis actos el mal que hice. Solo si encuentro sentido en lo que viene, podré dormir en calma. Tú al menos ya no tienes ese problema.

Maggy se agachó y cogió el candil. El cerco naranja se agrandó y el terreno quedó iluminado: sus propias huellas hendían la tierra y, frente a ellas, se alzaba el montículo de tierra donde yacía el cadáver de Jack Crow.

—Adiós Jack, al menos no eres pasto de los cerdos como Bowler.

lunes, 6 de junio de 2016

Consecuencias

Ilustración de Cortés-Benlloch

El sol entraba por los ventanales, rayando de oro el suelo de madera. Las cortinas de seda temblaban, rozadas por el viento frío y vivo de la mañana. Era un día bueno, de esos que animan el alma y muestran el entorno con una nitidez fuera de lo común; pero Abby estaba esperando. Esperaba unos pasos marcados y delicados, rotos ante su presencia, un saludo hueco y respuestas, ante todo esperaba respuestas; y no saldría del hotel hasta hallarlas.

Escuchó el rítmico caminar y el giro seco del pomo. La puerta se abrió con un movimiento completo, y una figura quedó anclada al ver a la vieja Abby allí, pues sabía el motivo de tal visita.

—Hola Maggy.

La mitad del rostro de la vieja sonreía; el otro torcía herido, de tal modo que no podía saberse cuál estaba siendo sincero.

—Abby. ¿Qué haces aquí arriba? No tardarán en venir los clientes, la sala está aun por limpiar.

—Vengo de hablar con Owen y Tom... aun gritan los nombres de sus asesinos.

—Ha sido una verdadera desgracia...

—Teníamos un trato, Maggy. ¿Cómo es posible que aquellos tipos supieran lo que iba a pasar, que estuvieran esperándoles? ¿Cómo puede ser que buscaran entre sus ropas la dichosa carta?

—No sé de qué me estás hablando.

Abby mudó el rostro y su mitad viva se alineó con la otra: un semblante frío que helaba la sangre. Tanteó entre sus ropas y extrajo una pequeña derringer.

—Espera, ¿qué vas a hacer, Abby?

La vieja no respondió, miraba fijamente a la joven sin pestañear, mientras cargaba con ambos pulgares el percutor del arma.

—Maggy, yo ya estoy muerta. Sigo en este mundo porque aun no estoy lista para abandonarlo del todo, pero nada me ata a él. Me queda un momento, aun no sé cuál, pero puede que sea este; no me importaría comprobarlo. Puedes hablar y hacerme sentir mejor o dejar que aprete el gatillo y te lleve conmigo.

La joven estaba acostumbrada a leer en las gentes: gestos, rostros, palabras y entonaciones. Aquella mujer tenía la misma intención de apretar ese gatillo que de seguir hablando; una mitad anclada a este mundo, la otra ya en el otro, posiblemente con su marido. Por primera vez sintió que su presencia no causaba efecto alguno, ni respeto ni repulsión, simplemente indiferencia. Lo único de valía que tenía para aquella persona eran unas palabras; el resto, huesos, miradas huecas y carne sin importancia.

—Está bien. Baja el arma, hablemos.

La vieja siguió apuntando como si nada se hubiera pronunciado en aquel lugar. Una suave brisa recorrió la estancia y renovó el aire estancado; mas, en cuanto pasó, volvió el vacío asfixiante y la presencia dura y seca de la vieja Abby se hizo aun más imponente.

—De acuerdo. Hice lo único que podía hacer. Abby. ¿No creerías que podríamos acabar con Thorn, verdad? Sus contactos, su influencia, todo eso es más que necesario para que esto siga en marcha. No podría haberme hecho yo cargo.

—Entonces, ¿para qué la carta?

—La carta era una traición. La prueba de que alguien abandonaba el redil. La mejor manera de acercarme a Thorn era hacer que otro pareciera alejarse.

La vieja escuchaba a aquel monigote explicar convencido, casi se diría que con orgullo, su juego. Leía clara, trenzada en su voz, la psicopatía de quien está acostumbrado a utilizar piezas humanas y su dedo índice dudó sobre la conveniencia de poner punto y final a dicha existencia. Pero algo se quebró dentro de aquel ser.

—Abby... Jamás pensé que acabaría así. Los hombres de Bowler solo tenían que detenerles y arrebatarles la carta. Tienes que creerme, no tenían órdenes de disparar; nunca hubiera ido tan lejos. Algo debió ir mal.

La vieja bajó el arma y vio el color regresar al rostro de la joven.

—¿Y ahora qué, Maggy?

—Ahora ya no habrá Bowler ni nadie que pueda volver a secuestras más chicas. Yo me encargaré de que solo entren aquí mujeres del gremio y de que nuestra gente sea tratada como toca; para nosotras es mejor que yo esté al lado de Thorn. Las cosas van a cambiar, ya verás.

—Haz lo que quieras, pero ten en cuenta una cosa. Esto que ha ocurrido hoy, puede volver a pasar. Envía a alguien a visitarme si así lo deseas, pero que acaben la faena porque por terrible que sea la paliza, tendré una única razón para seguir viviendo y no será otra que volver a por ti. Y ten en cuenta que las raíces de los muertos que tú sembraste han movido los cimientos de más gente; si no soy yo, otro vendrá a por ti.

La vieja abandonó renqueando la habitación y una nueva brisa, más fría y cortante que la anterior, recorrió la sala. Cuando Maggy se acercó a la ventana, el cielo se había nublado y aquella helor pareció no querer abandonarla.

lunes, 23 de mayo de 2016

Exequias

 Ilustración de Cortés-Benlloch

El sol, limpio y anaranjado, brillaba por encima de las nubes. Su luz bañaba los picos lejanos de las montañas y pintaba de cobre las yemas de las hierbas que comenzaban a reverdecer. Pequeñas islas de nieve se diseminaban por todo el terreno, últimos testigos del invierno, aguardando el final.

Al pie de una columna, solo tres cruces de madera descansaban, y apuntaban sus sombras alargadas hacia dos mujeres que, en pie frente a ellas, bajaban el rostro intentando llegar más lejos de lo que jamás podrían andar.

—¿De qué ha servido, Abby?, ¿de qué?

El viento tiraba del pelo suelto de Linda, quien mantenía el rostro cabizbajo pero firme, escupiendo lágrimas de ira y decepción.

—No lo sé, Linda. ¿De qué sirvió lo de Tad? Al menos ahora no está solo.

—Le harán buena compañía. Solo ellos eran tan idiotas como para acompañarle.

Abby no respondió. Permanecía embozada, acurrucándose en su manta con la mitad de su rostro fría e inmóvil; la otra, melancólica y reconfortada. Fijó la vista en la tumba de Tad y en el lugar reservado a su lado, en el que algún día llegaría a descansar.

—Pero es que nada ha valido la pena. Thorn, la joven... todo sigue igual. Nada en ese hotel ha cambiado. Les estaban esperando, alguien tuvo que irse de la lengua. Demonios Abby, ¿por qué?, ¿qué sentido tiene?

—Esos son los restos de mi marido, al lado están los del tuyo y allí, junto a ellos, descansa otro hombre de bien. Son de los pocos de este lugar que se marcharon siendo ellos mismos, ¿recuerdas cuando fuimos un pueblo?

—Son muertos, Abby, nada más. Un montón de carne y huesos que ya no hablará ni vivirá nada relevante. Tres individuos que marcharon sin dejar en este mundo otra huella que la que anida en ti y en mí: dos viejas al borde de la extinción.

—Es una forma de verlo.
 

—Es LA forma de verlo. No los volverás a oír, jamás. Da igual el número de días que pasen, nunca regresarán. Y deberé contar esos días sin sentir su maldita presencia ni escuchar su voz.

—Sé a lo que te refieres. Eso mismo viví el día que Tad murió. Cuando la mayoría sabíais lo que ocurría y nadie se atrevió a hacer nada. Ellos lo han intentado, deja que descansen en paz.

—De acuerdo, Abby, esto es absurdo. Ellos sabían el riesgo que corrían, no tiene sentido discutir. Pero los hombres de Thorn sabían dónde y cuándo debían estar; alguien debió de advertirles...

—Déjalo. No te hará ningún bien. Tienes el dinero que te dejó Owen, tómalo y vive.

—¿Ya está? Entonces, lo único que querías era alguien que pagara como pagó Tad, ¿no? No te importa lo más mínimo lo que intentaran hacer. ¿De verdad hay que dejarlo aquí?

—Y ¿qué podemos hacer tú y yo, Linda? No tenemos medios ni influencia. Ya no contamos con el apoyo de nadie, es Thorn quien sigue estando al frente.

—¡No sé lo que podemos hacer! ¡Tengo la misma idea acerca de esto que tú! Pero sé que somos nosotras quienes hemos perdido a alguien. Tú trabajas en ese maldito hotel, eres tú quien tiene acceso para saber qué ha pasado, dónde está esa maldita carta y qué ha ocurrido con quien nos ofreció ayuda. Y ¿bien?, ¿piensas hacer algo al respecto?

Abby se acercó a la tumba de Tad, rozó la cruz con sus dedos y, sin mediar palabra, dio media vuelta.

—¿A dónde crees que vas Abby? ¿Así acaba todo?, ¿abandonas? ¿Qué vas a hacer esta noche cuando te acuestes? ¡Hasta ahora tenías la escusa de que nadie te había apoyado! ¿Y ahora?, ¿podrás dormir sabiendo que eres tú quién da la espalda?

Las lágrimas caían por el rostro de Linda, mientras el pelo, empujado por el viento, azotaba su cara cargada de ira. Gritaba a Linda, a Tom, a Tad y a Owen. Gritó hasta que su garganta herida apenas pudo modular la voz; agotada se acunó en la noche y durmió hundiendo sus manos en la tierra que acogía el cuerpo de su marido.

lunes, 9 de mayo de 2016

Retribuciones

Ilustración de Cortés-Benlloch

La diligencia permanecía inmóvil bajo un sol que brillaba, pálido, tras el tamiz de las nubes. La nieve, que se extendía eterna a ambos lados del camino, mostraba sus primeras heridas, revelando las hierbas que permanecieron atrapadas bajo su manto y que pronto comenzarían a erguirse.

Owen rozaba con el pulgar el cuero agrietado de las riendas.

―¿Y para qué?

Tom se encogió de hombros.

―Le dije a Linda que vendría. Que iría contigo a la ciudad y allí contrataría a gente para que nos ayudara.

―¿Y ella te creyó?

―Oye, fui sincero; al menos en lo de venir.

Al final del camino, el viejo edificio de postas se alzaba, a la derecha, superviviente, con su maltrecha estructura de madera y un renqueante establo. Bajo el porche de la entrada, seis figuras esperaban.

―Son ellos, ¿verdad?

Owen asintió.

―Exacto, los secuaces de Bowler; lo que queda del brazo armado de Thorn. Me extraña no ver la pelliza de Jack entre ellos.

―Muy rápido han volado esos buitres. Alguien ha debido hablar.

Owen se quitó el sombrero, sacó su pañuelo y secó la frente perlada por el sudor. Al doblarlo se quedó observando el nombre que Linda le había bordado, con aquella E tronchada acusando su falta de práctica en dichas labores.

―¿Cómo estaba?

Tom observó el pañuelo y contestó riendo.

―Encendida, como un demonio a punto de prender el mundo.

Owen sonrió.

―En serio, créeme, deberías alegrarte de no haber estado allí.

―¿Estaba guapa?

―¿Pese a ser un saco tenso de arrugas como tú?

Tom miró al horizonte, hacia el punto donde el edificio de postas recortaba el cielo nublado.

―Joder, sí que lo estaba.

Owen se colocó el sombrero, respiró hondo y soltó las palabras que tanto pesaban.

―Esa gente sabe lo que hace, no hay muchas posibilidades de pasar con vida. Aun estás a tiempo de dar media vuelta.

―No Owen, ya me di la vuelta una vez. Todos cambiamos cuando lo de Tad. Unos lo criminalizaron para alejar su culpa, otros prefirieron enterrarlo y tragar el amargo ocasional de sus recuerdos; pero algunos jamás pudimos olvidarlo y seguimos viviendo con heridas tan graves que más nos valdría haber caído entonces.

Owen dejó que el silencio respondiera por él. Manteniendo la vista al frente se dirigió a su compañero, y su voz reveló alivio.

―¿Llevas la suya?

Tom liberó la tela y mostró una vieja escopeta de dos cañones con tachas de latón, a la manera india, describiendo una T en posición horizontal. El metal, amoldado por el tiempo, se revelaba fuerte y oscuro, con cierto brillo de venganza solemne. 


―El primer disparo debe ser suyo, espera hasta tenerlos delante. Después usa tu spencer.

―Ah, ¿pero esperas que haya un después?

―De momento solo espero coger estas riendas y no soltarlas hasta que, de una manera u otra, sea libre. Así que, cuando tú digas.

Tom cogió la escopeta, echó atrás los percutores y la colocó entre sus piernas, tapándola con la tela.

―Vamos allá.

Owen enrolló las riendas sobre sus manos y dio un toque a las bestias. El tronchar de la nieve aterrozada jugueteaba con el chirrido de los ejes y el golpeteo rítmico de hebillas y correas.

El edificio de postas se acercaba y, poco a poco, las figuras de los hombres se veían con mayor claridad. Los indicios que apuntaban las identidades de aquellos individuos, quedaban ahora acompañados por las evidencias físicas que solo la cercanía otorgaba.

La certeza de sus sospechas contrajo sus estómagos y espinó las gargantas. El sudor apareció como insólito contraste del frío exterior y el miedo mostró su horrible rostro.

―Owen, no te olvides de pasar bien despacio. Alguna oportunidad tendremos que dar a estos críajos, ¿no?

Owen sonrió y alguno de los cables pareció destensarse.

Pasaron por delante del establo. Una de las puertas chirriaba ante el débil envite del viento, pero nadie había en su interior. Owen continuó con la misma velocidad, como si nada extraño ocurriera. En el edificio de postas los hombres de Thorn seguían bajo el porche, tranquilos, enviando poco más que alguna mirada curiosa al vehículo que se acercaba.

―Oye Owen. ¿Y si nadie ha podido avisarles? ¿Y si no saben nada?

―Lo saben; sé que lo saben. En cuanto veas moverse al más alto, dispara, no esperes ni a ver su arma.

Dejaron atrás los últimos listones del establo y comenzaron a recorrer los escasos metros que les separaban del edificio principal. Owen ocultaba la mirada bajo el ala del sombrero. Tom dirigía la vista al frente, pendiente de detectar cualquier movimiento que ocurriera a su derecha. No había nadie más en el lugar, solo los pistoleros de Thorn. Conforme más se acercaban, más fríos parecían sus rostros y más grandes y amenazantes sus figuras.

Consumieron una eternidad en acabar los últimos metros. El primero de los tablones del porche quedaba ya a la altura de los caballos. Owen cerró con fuerza los puños para resguardarse en el tacto agrietado del cuero. Tom mantenía firme la escopeta, haciendo un esfuerzo sobrehumano para que el viento no moviera la tela y desvelara el arma. Tuvo que cerrar los ojos un segundo, para evitar mirar a los secuaces de Thorn; respiró y contó mentalmente hasta que la diligencia llegó a la entrada del edificio, donde las barandillas del porche terminaban para dejar sitio a unas viejas escaleras de madera.

Y el tiempo se detuvo.

Owen notó un hormigueo en las manos, completamente blancas por la presión. Tom mordió su labio inferior hasta notar el regusto a hierro y se dirigió hacia los individuos.

―Buenos días, caballeros, ¿podrían decirle a Fred que la diligencia ya está aquí?

Los hombres se movieron con calma, alguno se permitió una sonrisa. Caminaron hasta las escaleras, con el más alto encabezando la comitiva.

Tom esperó hasta tener a todos bien juntos. Notó la mirada de Owen y advirtió algún tipo de movimiento en los individuos, ni siquiera podría decir el qué, pues todo lo que se vio fue la tela volar por el aire, el destello de dos cañones y el arranque bravo de las bestias tras el cortante chasquido de las riendas sobre sus lomos.

La nube de pólvora quedó atrás, expulsada por los gritos de Owen jaleando a los animales que galopaban ondeando sus crines al viento.

Los primeros disparos rompieron la bruma; silbaron los proyectiles y, tras ellos, surgieron las terribles figuras de cuatro jinetes, dos de ellos cubiertos de sangre, suya o de sus compañeros.

Tom empuñó su spencer, echó atrás el percutor y liberó el proyectil que derribó a uno de los perseguidores.

Cargó y efectuó un par de disparos más. El primero mantuvo a raya a los depredadores, el segundo se perdió en la nada a causa de uno de los vaivenes que Owen daba para evitar las balas enemigas.

Lo siguiente se convirtió en un juego mortal, de hambre y hambrientos. Los unos por alcanzar la ansiada libertad; los otros por cerrar la herida del orgullo, hundiendo sus hocicos en el bálsamo sangriento de la venganza.

Owen aprovechó los giros para arrear los caballos y permitió que Tom mantuviera la distancia en las rectas con sus disparos. Tomó caminos más complicados, aprovechando la ventaja del terreno frente a sus perseguidores. Mas todo cuanto hacían parecía en vano.

Los animales comenzaron a variar el ritmo, el uniforme cabeceo perdió fuerza y la espuma blanca de sus hocicos mostró la agonía de un desesperado boqueo en busca de oxígeno. Tom disparó de nuevo y casi pudo notar el impacto de la bala contra el cráneo de uno de los jinetes y la caída de su cuerpo, inerte, hacia el suelo. Esa fue la última bala que cargó, pues uno de los giros de Owen le ofrendó a los proyectiles enemigos que atravesaron sus costillas, desgarrando todo el aire que sostenía su vida.


Owen lo vio caer y su cabeza latió con fuerza, los animales trastabillaban al galopar y su vista comenzó a enturbiarse. Sintió el aliento de los secuaces de Thorn más cerca que nunca. Liberó una de las manos, enrolló aun más la otra en las riendas, tiró con fuerza hasta detener las bestias y desenfundó su revólver con la siniestra. Nunca llegó a apuntar, ni siquiera rozó con el pulgar el metal, antes de que el plomo enemigo lo derribara. Quedó balbuceante con el brazo alzado, sostenido por el cuero viejo de las riendas.

Aun respiraba cuando llegaron a él, cuando le registraron hasta encontrar la carta. Aun pudo sonreír al ver sus rostros enfurecidos, ardientes de rabia al saberse dañados por dos viejos maltrechos que, heridos de muerte por los años, apuraban sus vidas ya gastadas.

No le molestó el dolor, ni la sensación de impotencia mientras el papel volaba de su mano. Se sintió libre, como el cadáver vacío de Tom que yacía atrás. Solo se preocupó de pensar en su vieja Linda, antes de que un último disparo retumbara en todo el paraje, rompiendo algo en sus adentros que permitió el descanso. Y la mano abandonó toda presión escurriéndose inerte entre las riendas, quedando al fin liberada.