lunes, 27 de abril de 2015

De guerras y batallas

Poco más de mediodía, sol oculto tras las nubes. Todo el pueblo está congregado frente al saloon. El hombre de traje blanco permanece en pie sobre el carro. A su izquierda se encuentra Ángel, asido a las riendas, con la mirada fija en el camino, lejano, pensando en la sangre, los muertos y en por qué no llegó a tiempo. Oye la voz mas no la escucha, esperando el momento de dar la orden de marcha, la única salida que les queda.

DeLoyd se mostraba firme, como capitán en su barco. Traje blanco impoluto, sombrero de paja y bastón con plata. Emitía una voz solemne, serpenteada de gestos enérgicos y fluidos. El brillo de Augusto relucía en su mano.

-Afirmar que no tenemos otra opción, supone resignarse; siempre hay otra opción, aunque sea la aceptación de la noche. Esta senda la tomamos por ser la más adecuada. No se trata de conformarse, sino de aprovechar todos los medios disponibles. Sé que saben luchar, bajo nuestros pies está la prueba de ello. Les he visto combatir como cien, al defender lo que es suyo. Y han aguantado lo imposible por salvar cada pedazo de esta tierra. Sé que de volver a ocurrir, actuarían de igual modo, porque nadie piensa en la huida cuando está defendiendo el hogar que ha sido construido con sus propias manos.

La gente miraba al hombre sobre el carro. Escuchaban atentamente y asentían de vez en cuando. Jimmy y Lily, puestos al corriente, estaban con el resto, dispuestos a lo que hiciera falta para defender su sitio en aquel extraño lugar; mas el Dr Well veía, aterrado, la proximidad de la sangre que creía haber dejado atrás. Vera estaba junto a Bison que se mantenía en pie con dificultad apoyado en unas muletas. Ralph miraba, rejuvenecido, ante el portal de su herrería, junto a un sombrío Edgar que había cambiado el libro de cuentas por un revólver en el cinto. Edward escuchaba con atención, mientras sus ojos recorrían cada una de las fotografías que tomó del campo de batalla.

-Y han de tener en cuenta que volverá a ocurrir. Moodley ha decidido tomar este sitio y usará todo cuanto tenga a su alcance para conseguirlo; no va a esperar ni a darnos más tiempo. Es mejor aceptar cuanto antes que las bestias solo han sido el principio. Amigos, les doy mi más sincera enhorabuena por haber sido Hércules: fuertes en determinación y fieros en el combate. Pero esta guerra no va a ganarse solo con la fuerza, es tiempo de ser Ulises. Sé que alguno podrá estar en contra y no le culpo por ello, mas desconocemos la naturaleza de lo que ha de venir, solo tenemos la fatídica certeza de que llegará. Es por eso que debemos avisar al sheriff de Oldrock city, que este organice una partida, y si hay que llegar a algún acuerdo para ello, que así sea.

Will Nake miraba desde el porche, sentado en su mecedora, con los pies apoyados en la barandilla y el gesto torcido. Echó un buen trago de café y escupió sonoramente en el suelo algo amargo que era incapaz de tragar.

-Bien, alcalde. Entonces nos queda perder el pueblo a manos de ese tal Moodley o dejarlo a merced de los de Oldrock, porque sus señoritos cobraran cara la ayuda. Ea, pues veamos lo que nos trae ese señor M. Si ha de quedárselo, que sea con nuestra carne encima, a ver si se le atraganta. Porque, digo yo, ¿no éramos idiotas?

Hubo un revuelo que sacudió hasta Jonowl y Tabitha, vigilantes en la colina. Las entrañas pedían defender lo suyo, pero las cabezas ansiaban conservar la vida. Fuera como fuera, algo quedaba claro: si la gente de la ciudad metía mano en el pueblo, todo cuanto habían construido se perdería. Un cable se destensó en cada estómago, tanto abajo como arriba en la colina, al resonar aquella frase: “¿No éramos idiotas?”... y brotaron las risas junto a las voces de aprobación.

DeLoyd comprendió que ninguno de ellos encontraría sentido a luchar por un lugar como cualquiera de los que habían abandonado; que solo se dejarían la piel por aquel sitio en medio de la nada: el triste río seco que separaba las destartaladas torres del saloon, la mina muerta, la colina junto a la arboleda y aquel conjunto tosco de casuchas. Sin aquel grano de arena en medio del desierto, nada tenían; ya que todo cuanto eran lo habían creado junto a aquel lugar. Realizó entonces su último intento, movió los brazos para recuperar la atención y jugó la baza intermedia.

-De acuerdo, tienen razón. De nada sirve salvar este sitio si los de la ciudad deciden sobre él. Pero ello, lejos de llevarnos a un callejón sin salida, nos marca la pauta a seguir. Déjenme, pues, que hable con el sheriff de Oldrock. Todos convenimos en la imposibilidad de que alguien decida sobre este pueblo, pero ello no invalida algún tipo de acuerdo económico. Por favor, esperen a que hable con esa gente a ver que acuerdo podemos conseguir. Debo actuar con presteza, porque los engranajes de Moodley siguen en marcha.

Se realizó la votación y las manos, algo dubitativas, se alzaron al final. Acordaron que ninguna influencia sobre el pueblo sería cedida, así como la negativa a aceptar tratos como el que Moodley intentó hacerles, pues ningún sentido tenía acabar pactando con otros lo que negaron en un inicio, poniendo en peligro sus vidas. Cualquier arreglo final debería ser asumible por el pueblo tal y como había sido concebido.

DeLoyd asintió, se despidió con brevedad, rompió la pose y, al ir a sentarse junto a Ángel, no pudo evitar que su rostro cristalizara las dudas que albergaba en el alma. Se quitó el sombrero de paja y Augusto extinguió su brillo.

Detrás quedaban ya las casas, la colina y la arboleda, engullidas por el horizonte. Tras el carro, solo las dos columnas de piedra se erguían gigantescas. DeLoyd seguía con el rostro nublado; los ojos desenfocados apenas distinguían las pequeñas variaciones del desierto. Entonces, su mano asió el brazo del conductor y sus labios susurraron una orden.

-Pare.

Ángel detuvo el carro. Todo a su alrededor era arena, un mar amarillo bajo un cielo gris sofocante. Solo una leve brisa rompía la asfixiante monotonía. Nada a la izquierda ni a la derecha.

-¿Y bien?

-No hay nada que hacer, Ángel. Dije de acudir por emplear hasta el último aliento, pero cualquier acuerdo pondrá a Canatia en una situación imposible de aceptar. Haría todo cuanto estuviera en mi mano, utilizaría cualquier medio; pero esta vez ellos tienen la solución y nosotros poco que ofrecer, salvo, desgraciadamente, lo que no queremos dar. Van a pedir lo mismo que quería Moodley.

Ángel asintió. Él, más que nadie, conocía a las gentes de Oldrock. Nada diferentes a los de otras ciudades, ni peores ni mejores, y, por eso mismo, perfectamente capaces de vivir en paz realizando lo indeseable en un lugar lejos de su hogar.

-En otro tiempo daría por hecho que había llegado el momento de abandonar, pues nada encontraremos al volver sino el fin. Pero por mucho que me repito lo absurdo de perder la vida en tales circunstancias, esta vez soy incapaz de irme sin notar un gélido e insondable vacío. No hablo de culpa ni de pena, hablo de pérdida. Es estúpido, porque miro allí y solo veo un puñado de cuadros y edificios toscos, huelo las ascuas del tabaco dentro de la pipa de maíz y escucho las voces y las risas de cada uno de esos individuos a los que jamás hubiera dedicado siquiera una mirada. Recuerdo todo eso, lo pienso y comprendo que no vale nada; apenas un puñado de monedas, que, sin embargo, soy incapaz de encontrar. Es tan estúpido que, definitivamente, solo puede ser cosa de idiotas...

Ángel seguía cabizbajo, mirando las riendas del carro que lo trajo allí por primera vez, su mano izquierda, herida por el viento y el sol, y el aplique de metal que Ralph le había hecho para cubrir el muñón del brazo derecho. Recordó el dolor y la sensación, aun latente, de poder cerrar cada uno de los dedos. Los dobló hasta formar un puño y algo despertó en su mente.

-Ellos... ellos DeLoyd. ¡Ellos nos ayudarán!

-¿Ellos quienes?

Ángel puso el brazo ante los ojos del hombre de blanco.

-¡Ellos, DeLoyd, ellos! ¡Esos malditos demonios! ¡Me costó una mano! ¡Dijiste que no les haríamos nada, que todo iría bien porque nadie más les permitiría continuar su vida! ¡Me costó la maldita mano, recuerdas? ¡Ya va siendo hora de que nos devuelvan el favor!

Durante un segundo pensó objetar, pero pronto se disipó toda duda. La espalda volvió a erguirse y los ojos enfocaron de nuevo, enfrentándose al entorno.

-¡Exacto, eso es! Ellos quieren... necesitan que todo siga igual y no van a conseguirlo con nadie más. Si Canatia cambia, el cambio se los llevará por delante. El acuerdo es sencillo y provechoso para ambas partes, los mejores pactos surgen de dichas cualidades. Amigo Ángel, los dioses han querido devolverle alguna cuenta pendiente, porque no ha podido tener mayor claridad en momento más oportuno. Ponga rumbo a la isla de las rocas, pero conténgase y déjeme hablar a mí.


-Sea, pero nada de dioses ni supercherías de esas. Esto ha sido cosa de un servidor, que dejé una parte de mí entre esos salvajes.

lunes, 20 de abril de 2015

Las cosas van a ir mejor


Cuatro ruedas atraviesan la calle principal. El rocío de la mañana ha oscurecido la capa de ceniza. Huele a humo y a pérdida, bajo los escombros aun brillan mortecinas las brasas. La atalaya está derruida, la herrería parcialmente quemada, la casa de Tabitha libre de puerta y la oficina del sheriff y el banco dañados. Will Nake deja una de las maderas quemadas y espera en pie; tras él, Edward y Ralph, no quitan ojo a los recién llegados.


-Disculpe, caballero, ¿falta mucho para un lugar llamado Canatia?

El sheriff observó detenidamente al viajero añejo de chistera y al joven de semblante seco y la chica albina que aguardaban dentro del carro. Miró a su alrededor y dibujando un arco con su brazo derecho, abarcó todo el desastre que los rodeaba.

-Está usted en él, señor...

-Well. Dr. Well, para servirle.

-¿No tiene nombre, doctor?

-Alguno tengo. Pero si busca familiaridad, puede llamarme doc, me es más cercano que el que me otorgaron mis santos padres.

Well mantenía ambas manos a la vista, sujetando las riendas. Sonrió ampliamente y enarcó una ceja en un gesto simpático y sutil.

-Está bien, doc, como ve tenemos algo de trabajo. Así que, ¿por qué no me dice qué le trae por aquí?

-Un acuerdo legal, sheriff. Vengo a entregarle un ayudante...

El viejo doctor se giró teatralmente y señaló al joven Jimmy que bajaba del carro para acercarse al sheriff Nake. Ralph y Edgar vigilaban cada uno de sus pasos, la tensión crecía por momentos hasta que Jimmy echó mano dentro de su camisa y sacó el contrato. 

-Calma señores, el viejo tiene razón; este documento así lo acredita. Mi nombre es Jimmy One, y vengo a reclamar el cargo de alguacil. Sheriff, si quiere puedo darle más credenciales y una carta de recomendación.

-Está bien, trae todo lo que tengas, ayudante, cuanto más mejor; últimamente las visitas no han sido muy agradables... hay algo que debes saber antes de aceptar el cargo. Vayamos a mi oficina, el tejado se ha venido abajo, pero casi mejor; tenía goteras. Hay café de tres días, ¿te gusta el café frío?

-Con que me mantenga despierto, me vale.

-Bien, eso es un buen comienzo...

Well se quitó el sombrero y saludó ceremoniosamente a Ralph y Edgar. A su lado apareció la joven figura de Lily y su bello rostro sonriente acabó de soltar el cable tenso que los aprisionaba.

-Y digo yo, caballeros. Con tanta desgracia como parece haberles acontecido, aventuro la necesidad de un hombre versado en las artes de la medicina. ¿Tienen por fortuna un doctor en este pueblo?

-Sí señor -contestó Edgar-, Tabitha es quien se encarga de ello.

-Mmm, a menos que responda a un capricho cultural, en cuyo caso no tengo objeción alguna, ese es nombre de dama.

-Así es, señor Well. Tabitha es nuestra doctor.

-Comprendo que la situación puedan haberles conducido a tomar medidas extremas. Pero ya no son necesarias. Amigos míos, a partir de ahora pueden disfrutar de los servicios de un verdadero médico.

-Se agradece el ofrecimiento señor, pero Tabitha trabaja bien. Como ella dice, basta con saber hacer las cosas, al fin y al cabo son los actos los que presentan a las personas.

-¡Valiente sandez! ¿De dónde habrá podido sacar esa pobre criatura una idea tan absurda?

Ralph y Edgar miraron más allá de Well, al otro lado del carro. Unos pasos decididos marcaban la inminente respuesta y algo dentro del viejo doctor, le hizo saber que debería tragar con amargura sus palabras.

-Esa idea, señor, fue lo último que pronunció un viejo doctor que a estas alturas debería estar más que muerto.

Aquella voz le cerró los ojos de golpe. Se caló el sombrero y, al abrigo de la oscuridad, buscó, en todo su repertorio, la salida adecuada. Tras un latido, abrió los ojos, extendió las manos y se giro hacia Tabitha con su mejor sonrisa.

-¡Querida amiga! ¡Tenía razón, no es cierto? ¡Salisteis de aquel infecto lugar y ahora sois doctor en un respetable pueblo! Perdonad todos las palabras de este viejo, pues donde dije simple dama jamás hubiera puesto a esta magnífica persona. Tan alta dignidad de saberes y habilidades no puede asociarse a características mortales. Ella es, sin ninguna duda, la maravillosa excepción. Tabitha, ahora os recuerdo, mi amiga. Una entre un millón y, por lo tanto, el argumento aplastante que evidencia cuán grande ha sido mi error.

-Me da igual, lo que piense o lo que diga, Well. Pero le di todo mi dinero, para que hiciera más llevaderos los últimos días de su vida. Mucho bien han debido hacerle porque aun corre sangre por sus venas.

-¿No es fantástico el cuerpo humano? Una experiencia cercana a la muerte solo puede transmitirse con el consiguiente revivir. Tengo tanto que contaros, amiga. Tantas cosas vividas y aprendidas... no podríais imaginar todo lo que ahora sé. Podríamos volver a trabajar juntos, los dos. Sus manos jóvenes y habilidosas y mi experimentada mente. Como en los viejos tiempos, salvando vidas, ¿recordáis todo lo que aprendisteis?. ¿Qué me decís, amiga?, ¿volveríais a trabajar para mí?

-¿Para usted? ¿Pero acaso su descaro no tiene límites? Pues bien, sepa que todo el dinero que le di para aliviar su muerte, se convierte en deuda al conservar su vida. Cierto es que me enseñó todo lo que sabía, y yo lo pagué bien trabajando. Ahora es el momento de que usted pague, o daré parte al sheriff para que rinda cuentas.

-Pero, mi querida amiga, no tengo con qué pagaros. 

-Seré breve porque ahí dentro hay un hombre gravemente herido. Es un buen hombre que casi pierde su vida anoche, pero un tanto brusco ante los cuidados del médico. Ahora mismo está ayudándome un amigo, que podría estar con el alcalde y el resto, enterrando a otro de los nuestros que cayó ayer. Así que ya está empezando a devolver su deuda. Haga el favor de bajar de ese carro y asistirme como enfermero. Y no pierda el tiempo hablando, no pienso escucharle; sé muy bien que acabará liándome.

-Pero, querida Tabitha, no pensaréis que...

Tabitha ignoró sus palabras y se dirigió a su casa. De lejos podía verse la mesa y parte de la fornida figura de Bison, blasfemando, cubierta de trozos de tela empapados en sangre. Junto a él, Jonowl tiraba de unas cuerdas a la vez que intentaba evitar cualquier daño que pudiera hacerse.

Well miró a su alrededor en busca de algún asidero donde apoyarse. Pero Ralph y Edward sonreían divertidos ante la escena. Lily abandonó todo intento por ocultar la carcajada y, poniéndole la mano en el hombro, le dijo alto y claro.

-¡Te ha calado, doc! ¿No querías un trabajo? ¡Pues ya lo tienes! No sé lo que se te estará ocurriendo pero no te aconsejo ponerte a malas con el sheriff, más aun teniendo en cuenta que Jimmy es ahora su ayudante. Yo de ti echaba un buen trago, hacía de tripas corazón y me ponía al servicio de una mujer. ¿Sabes? Al final tenías razón, las cosas van a ir a mejor.

lunes, 13 de abril de 2015

Instrumentos

Noche clara y despejada. Noche sin luna. Noche muerta y vacía. Noche oscura fría y enlutada. Abajo en las casas, un silencio opresivo. Arriba en la cabaña, dos grandes ojos vigilan inquietos una suerte de sombra, de movimiento sigiloso, dividiendo su forma en famélico enjambre. Los ojos baten sus alas y ulula su aviso. Reúne valor y despierta el arma, esta será una noche ensangrentada.

El crujido agudo de cristal rasgó sus sueños. Abrió los ojos de golpe y tomó todo el aire de la habitación.  A tientas buscó el peso confortable del bastón y luchó contra el quejido de la madera al incorporarse. La trampilla que comunicaba su atalaya con el piso inferior seguía cerrada y sobre ella descansaba el cuadro de Jed con el marco partido y fragmentos de cristal dispersos por toda la sala.

-¿Qué demonios quieres ahora, maldito idiota?

Fue a calzarse y a por algo para recoger el estropicio cuando, al pasar por la ventana, observó una gran masa informe, agazapada en la calle, caminando hacia el saloon. La oscuridad no ofrecía mayor detalle y encender una luz hubiera delatado su posición. Así que apoyó ambas manos en el quicio de la ventana y se esforzó cuanto pudo en definir aquel cordón de formas encorvadas. Una de ellas parecía más grande de lo normal, otras dos estaban unidas de alguna forma y del resto, un amasijo difícil de delimitar, solo acertó a distinguir dos relucientes ojos amarillentos que, atravesando la oscuridad y el traslúcido manto del vidrio, escrutaban su posición. Sentía como si pudieran adivinar su figura, como si recorrieran su contorno en busca del indicio, el más mínimo temblor, que delatara su presencia. Aguantó cuanto pudo el aire, hasta que el cuerpo pidió auxilio; aflojó la presión de las manos y comenzó a expirar pausadamente hasta que llegó: un pestañeo, un gesto, un cambio leve de postura... algo detonó el mecanismo y la mecha prendió en el tenso silencio; los dos ojos se abrieron más y pudo adivinar el brillo perlado de unas fauces afiladas. Se echó hacia atrás, tragó el terror y, reincorporándose, abrió la ventana y dio con todas sus fuerzas la voz de alarma.

Con el grito, una luz se encendió en el piso superior de la torre segunda del saloon y la masa oscura hirvió confusa hasta que una voz salió del contorno, mostrando su figura de barba y bigotes erizados bajo sombrero de copa desproporcionado, y comenzó a vomitar órdenes. Pudo escuchar el peso metálico de unos grilletes y observó horrorizado como los ojos corrían hacia su atalaya; tras él, la sombra más grande se irguió, hasta alcanzar dimensiones titánicas, y se dirigió hacia uno de los postes que sustentaban la atalaya.

DeLoyd apenas tuvo tiempo de dejar el bastón, coger un viejo revólver y tomar un puñado de balas, cuando el primer crujido reveló la gravedad del temblor. Por la ventana pudo ver la cabeza de aquel gigantesco ser, rozando el primer piso, y sus dos manos empujando con fuerza la estructura. La primera bala saltó con una nueva sacudida. La segunda cayó de su temblorosa mano al intentar cargarla. Para la tercera tomó un segundo, ató los nervios y consiguió introducirla en el tambor. Guardó el resto de balas en un bolsillo de su pijama, abrió la ventana y presionó el percutor con el pulgar. Se asomó lo necesario para asegurar el tiro, aguantó el aire, se mordió ligeramente el labio y, antes de apretar el gatillo, un terrible crujido desencadenó la tormenta de astillas que echó todo abajo.

Las sombra erizada seguía vomitando órdenes.

Un par de criaturas arremetieron contra la puerta de la casa de Tabitha, los clavos de los goznes salieron disparados y las bestias entraron destrozando todo a su paso. Hachas y dientes; sudor, espuma y babas; sed de sangre y hambre de almas.

Una mujer enorme, con abundante vello por toda la cara, tenía a Ralph agarrado por el cuello con ambas manos, sintiendo el esfuerzo de su tráquea por ensancharse para dejar pasar el aire, los golpes mal dirigidos y el latido insistente de desesperación. Mientras una de las manos de Ralph buscaba en la herrería algún asidero para seguir con vida, aquel ser apretaba con todas sus fuerzas, sus rechonchos dedos quedaban emblanquecidos por la presión; constreñía con la ira liberada el día que derramaron sangre por primera vez, con el ansia de quien ha estado sojuzgado durante años y sabe que, en el momento en que cese su ataque, volverá a su antigua posición. Envilecida, mantenida por el odio, el único sentimiento capaz de mantenerla libre, sostenía su férrea presa hasta que el frío romo de un martillo abrió su cráneo y rompió toda atadura con el mundo terrenal.

Entonces se vieron varios chispazos y una llama creció entre las sombras. Dos jóvenes, unidos por el costado, corretearon por el pueblo con botellas, trapos viejos y una antorcha. Entre risas alocadas   de júbilo y ojos desorbitados por la dulce venganza frente a años de insultos y vejaciones, unieron fuego con madera y abrieron las puertas del infierno.

Entre el humo y el fuego, DeLoyd sacudió la cabeza y apartó los restos de madera que quedaban sobre él. Pestañeó un par de veces y limpió con su manga los ojos que, aun escocidos, observaron al gigante, azul a la luz de la llama, erguido frente a él. Un coloso de fuertes músculos, poderoso, majestuoso y noble, la representación física de la fuerza de la naturaleza, roto por el odio. Rugió y  hermanó su grito con el trueno, apagando todo resto de valentía en las entrañas del alcalde. Se agachó y cogió una de las vigas tronchadas con la misma facilidad que un garrote y lo alzó como un titán, conocedor, al fin, de su poder y fuerza, dispuesto a romper a uno de aquellos minúsculos seres que durante tanto tiempo lo habían sometido. Pero el índice de DeLoyd apretó el gatillo y la bala se alojó entre los ojos del coloso, quien, con la sorpresa cuajada en el rostro, cayó con un estruendo, eclipsando todo alrededor, como cuando algo único desaparece.

Edgar disparaba la última bala de su revólver sobre algo que difícilmente podría explicar. Y notó un dolor agudo en la corva. Cayó y, al intentar mover la pierna, notó el rasgar frío de metal contra hueso. Gritó hasta que no pudo más. Entonces unas manos cogieron su pelo y tiraron de él con fuerza, dejándolo de rodillas, exhausto y con la visión empañada de un enano con un cuchillo afilado frente a él. Torcía el labio en una mueca extraña, no sonreía, parecía dolor y rabia. Acercó el filo a su cuello y llegó a ver brotar la primera gota de sangre antes de que el sheriff Nake dispersara una lluvia de postas sobre su cabeza.

Y en el saloon, la luz salió de la segunda torre y caminó hacia la pasarela. Algunos clientes corrían como locos, empujándose, para caer frente a cuatro de aquellos seres que atacaban con cuchillos, con dientes y puños. Kornelius disparó un par de veces al aire y por un momento aquellas bestias se quedaron quietas. Bison y Vera aprovecharon para volver a meter adentro a los heridos y Kornelius disparó una vez más, a la vez que avanzaba. Las criaturas retrocedieron y los tres continuaron avanzando hasta recuperar la sala principal de la primera torre. Cruzaron las puertas abatibles y salieron al caos. Allí en medio, Andrew seguía escupiendo órdenes, con su estrella de cinco puntas de bigotes y barba erizados y el sombrero de maestro de ceremonias que siempre llevó cuando trabajaron para él. Al ver que los suyos retrocedían, volvió a arengarlos y cuando reconoció a Kornelius y a Vera, la arenga creció, concentrando casi todo el infierno en ellos.

Bison retrocedió inicialmente ante el humo y las llamas, hasta que vio que las cuatro criaturas acudían a por ellos. Se caló el bombín y blandió el garrote bufando como un loco, escuchando el crujir de huesos ajenos y notando punzadas y cortes en su propio cuerpo. Con cada golpe el aire se escapaba, el aliento se volvía pesado, la boca se secaba y el sabor a hierro de la sangre ajena se juntaba con la propia; la mirada se enturbiaba y apenas acertaba a dirigir los golpes. Notó una mordida de acero y se tambaleó pesadamente, pronto otra punzada le hirió de rabia. Ya no era capaz de ver más allá de un borrón y aun así lanzaba algún que otro golpe al aire, deseando encontrar alguna resistencia para romper y acabar con la tortura. Pero al final un nuevo tambaleo pudo con él y quedó tumbado en el suelo. Entre las brumas consiguió reconocer la figura de Kornelius, delante de Vera, disparando su pepperbox para salvar sus vidas. Vislumbró también la estrafalaria figura del maestro de ceremonias y su brazo extendiéndose, revólver en mano, sin que Kornelius pudiera verlo. El disparo no se hizo esperar y Kornelius cayó muerto, mientras Vera quedaba congelada frente a todo aquel horror. Bison hizo un último esfuerzo y consiguió levantarse un poco extendiendo los brazos, pero un nuevo golpe dispersó sus fuerzas y lo devolvió al suelo. Ya no podía ver ni sus propias manos y el aire le abrasaba al entrar cuando escuchó disparos lejanos y silbidos de balas a su alrededor; ninguna pareció darle cuando la noche lo cubrió con su manto.

Andrew apuntaba a Vera cuando otro estallido de pólvora resonó arriba en la colina y un silbido atravesó todo el campo de batalla, pasando sobre el sheriff Nake, Edward Curtis y Ralph Sugart que, junto a Edgar, se habían hecho fuertes en la herrería, sobre DeLoyd que, parapetado tras los escombros, seguía disparando y dio de lleno en la espalda de los jóvenes siameses, derramando todo el líquido y creando una columna de fuego en medio del pueblo. Los siguientes proyectiles silbaron la muerte de algunos que estaban cerca de Vera. Andrew se giró para ver de dónde provenían aquellas balas y Vera recogió la pistola de Kornelius, amartilló el arma y gritó desde lo más hondo de su alma para apretar el gatillo; el arma detonó con rabia y todas las balas que quedaban salieron a la vez, traspasando el humo hasta alojarse en la carne del maestro de ceremonias expulsándole de este mundo con cientos de palabras agolpadas, pudriéndose en su garganta.

Arriba en la colina, Jonowl palanqueaba el rifle enviando casquillos al aire, mientras Tabitha acercaba más balas. El arma había despertado y seguía igual de fría que al principio, el calor leve de cada detonación desaparecía al instante, consumido por una insaciable sed de sangre. Cada muerte era un revuelo en el ánimo de Jonowl, comenzaba a seguirlos con su mira, anticipando los movimientos, jugando con sus víctimas. La columna de fuego produjo una satisfacción indescriptible. Limpió el cuerpo de Bison de aquellos seres como quien despioja a un búfalo. Vera había acabado con Andrew y él necesitaba más blancos para saciar la sed del arma que latía con ansia por seguir matando. Barrió la zona y vio a los pocos de aquellos pobres diablos que habían sobrevivido; desamparados, sin la voz que hacía hervir su sangre, huían despavoridos. El primero cayó de un tiro limpio en la cabeza, rodó torpemente como un muñeco de trapo. Escuchó el aleteo de su compañero pero de nada sirvió, era incapaz de ver sus grandes ojos mostrando el final. Disparó a un segundo, falló y le dio en la pierna, haciéndole caer herido. Le dolió el error y buscó con la mira su cabeza, comenzó los cálculos intuitivos de distancia y viento. Llevó el índice al gatillo y se dispuso a callarlo de una vez, cuando a su lado escuchó un “Para, ya está”. Un ronroneo crudamente sincero, suave y cálido. Unas manos se posaron sobre las suyas y apartaron el arma de su cara. Poco a poco la alejó de él, hasta que todo vínculo quedó disuelto y sus propias manos fueron quienes tiraron el arma maldita al suelo, se agachó y resopló.

-Voy abajo, me necesitan. ¿Estás bien?


Jonowl se limitó a asentir y se quedó observándola mientras marchaba, colina abajo. Después respiró hondo, echó las pieles sobre el arma, se incorporó y la llevó adentro para encerrarla de nuevo en el arcón.

lunes, 6 de abril de 2015

Resurgimientos

Las ruedas hieren el camino, con ambos lados erizados de plantas ariscas y rocas rotas. Atrás quedan los pastos verdes, los bosques y la bruma fresca que nace de la sombra de la montaña. 
Ahora, solo hay tierra seca, piedras sueltas y una capa de polvo maldito que alza el vuelo a la menor excusa, describiendo espirales, para salvar cualquier obstáculo, adhiriéndose a gargantas y paladares.

-Despierta, Fred, es la hora.

El pobre Fred había dormido con suerte un par de horas; atento como estaba a cualquier indicio de los jinetes que vieron salir del pueblo.

-¿Hemos llegado?

-Aun nos queda camino. Toma tú las riendas, yo recuperaré fuerzas para cuando lleguemos.

-Pero, reverendo, ¿no sería mejor descansar un poco?

-Me temo que no, amigo. Debes comprender que ellos, yendo a caballo, nos sobrepasan en velocidad. Pero nosotros somos dos en un carro, por lo que podemos continuar ininterrumpidamente  y salvar así la diferencia. De este modo llegaremos a tiempo de salvar a esa pobre mujer.

Fred resopló y, con gesto torcido, tomó las riendas.

-Descanse entonces reverendo, espero que lleguemos a tiempo.

Cuando alcanzaron la casa de la mujer del desierto, el sol lucía abrasador en lo más alto de un cielo liso. Las cuatro maderas que formaban la vivienda a duras penas se distinguían de las rocas que la bordeaban; solo el huerto, que salvó sus vidas tiempo atrás, seguía desafiando al árido paisaje.

-Creí haberos dicho que no volvierais.

No vieron la más mínima sombra ni escucharon paso alguno. Hubieran jurado que la mujer surgió del mismo suelo, justo detrás de ellos, con su henry en las manos, el pelo suelto a merced del viento, los ojos fríos como el hielo y el dedo índice preparado para soltar su rabia.

El reverendo dio media vuelta, con mucho cuidado y las manos en alto. Sonrió comprensivo, movió las manos dejando claro que estaba indefenso y se dispuso a hablar. Mas un rígido movimiento del rifle, en clara amenaza, le obligó a callar.

-El pico de oro no. Que hable su amigo.

Fred miró al reverendo y este, encogiéndose de hombros, asintió con calma.

-Verá señora, no queremos hacerle daño.

-Nadie puede hacerme daño ya. ¿A qué demonios venís?

-Venimos a ayudarle. Sabemos que hay gente que viene a por usted, para robarle.

La mujer relajó la pose, bajó un poco el rifle y rió con ganas.

-¿Y se puede saber qué quiere robarme esa gente?, ¿un plato de comida?, ¿un puñado de tierra seca?, ¿este viejo rifle, quizás?

-En realidad...

El reverendo torció el gesto hacia Fred, abrió los ojos y enarcó las cejas invocando silencio.

-...no lo sabemos. Pero hablaban de usted, eso seguro, y no era gente amable. Si vienen a por algo y no lo encuentran, no creo que se limiten a marcharse como si nada hubiera pasado.

La mujer dudó por un momento. Miró a su alrededor y no vio rastro humano, salvo el carro en el que habían llegado aquellos dos forasteros. No obstante, había algo en las palabras de aquel hombre... un poso sincero, que le obligó a tomar la información con calma.

-Esta bien, vayamos dentro. Os daré algo de beber y me contáis.

Llamó cuatro veces antes de entrar. Abrió la puerta y, sin soltar el rifle, les invitó a pasar. Sacó una botella empezada y sirvió tres vasos. Bebió un sorbo y miró a Fred.

-Veamos. No es la primera vez que pasa gente por aquí. Algunos roban por hambre, otros buscan algo de valor y hay quien ha intentado sobrepasarse. La mayoría chocaron y se rindieron, solo unos pocos perseveraron y murieron. La primera vez que maté me costó el alma; ahora ya me da igual. Vidas hay muchas, como piedras en este erial, yo no me meto con nadie; pero quitaré aquellas que me molesten, porque pienso seguir en este sitio, la mujer del desierto, viviendo tranquila y en paz.

-No son curiosos, señora, sino gente que sabe lo que quiere, buenos pistoleros que también perdieron el respeto a matar. Créame, cuando le digo que lo mejor que podría hacer es abandonar este sitio.

-¿Por qué será que siento que algo se me escapa? Este no es precisamente el camino a una gran ciudad, tampoco la ruta del oro ni siquiera un buen lugar donde buscar reposo. Solo pobres diablos han venido y todos los que han pasado han contado quien soy; por eso saben todos quién es la mujer del desierto, que vive aferrada a su tierra con lo poco que saca, como las plantas fuertes y resistentes de este suelo. ¿Dónde está la pista, el indicio de riqueza, que dirige a ese par de asesinos hacia mí?

-Pues...

El reverendo colocó su mano sobre el hombro de Fred y este abandonó todo intento de hablar. Miró a la mujer del desierto a los ojos, esta vez sin subestimarla, y dejó que la verdad saliera por sus boca.

-Verá, señora, usted tiene en su poder un papel. Una concesión de terreno en un lugar llamado Canatia. Eso es lo que ellos quieren, tanto como para llevarse por delante cuantas vidas hagan falta.

El rostro de la mujer se quebró. De todo cuanto había imaginado aquello era lo último que hubiera esperado escuchar. Dos manos atravesaron su pecho y apretaron la tráquea, mientras subían alrededor de la columna hasta presionar recuerdos e imágenes sepultados. Una lágrima se deslizó por la mejilla dura y cortada por el sol y el rostro se giró un segundo, involuntariamente, hacia uno de los cajones del aparador.

-Ese papel es una ilusión, una trampa; un absurdo. Por él vinimos, llenos de esperanza. Por él dejamos todo cuanto teníamos en nuestro antiguo hogar. Por él, yace mi marido bajo la tierra e hizo de mí lo que soy ahora. Solo puede ofrecer pérdida, desgracia y la fuerza que transmiten los muertos a quienes han dejado solos en vida.

-¡Pero es ahí donde se equivoca, señora, ese lugar existe!

-¡Ya sé que existe, estuvimos allí! Pero no había nada. Solo casas ruinosas, maderas podridas y una mina seca. Estuvimos allí y no había nadie; ni pueblo ni nada cuanto pudiera parecérsele, solo miseria. Así que recogimos lo poco que teníamos e intentamos volver por el camino más corto. Aquí cayó mi marido y aquí decidí quedarme.

-Siento escuchar eso. Pero ese lugar es distinto ahora; está vivo y hay mucha gente dispuesta a lo que sea por conseguir un pedazo de su tierra. Le aseguro que vendrán a arrebatárselo y no querrán dejar testigos. Recójalo todo, coja ese papel y venga con nosotros.

-No pienso moverme. ¡Que vengan si quieren!

-Señora, por favor, le estoy diciendo que van a matarla.

-Que vengan si quieren, le digo. Aquí les esperaré, dispuesta a acabar con ellos.

-Suponga por un momento que consigue abatirles, que espera agazapada su llegada y acaba con ellos. Sepa que si ellos lo saben, también otros estarán enterados. ¿Hasta cuándo podrá defenderse? ¿Hasta cuándo está dispuesta a permanecer en vela, atenta al peligro? Llegará un momento en que el cansancio la ahogue, los párpados se cierren y quede de nuevo expuesta e indefensa. ¿Cómo evitará entonces la muerte? Sabe que no podrá, que es cuestión de tiempo que caiga. Pero tiene otra opción, salga de aquí; abandone esta cárcel que se ha autoimpuesto. Lo ha hecho bien, durante todo este tiempo, su duelo ha terminado. Nosotros somos la señal, venga con nosotros señora, coja ese papel y ofrézcase una vida plena, algo más cercano al ayer que al ahora.

La mujer se quedó traspuesta, perdida entre la madeja del reverendo. Una puerta se entreabrió y un par de ojos pequeños asomaron entre la sombra. La mujer dio un respingo, soltó el rifle, miró hacia la puerta hasta que esta se cerró de golpe y arremetió con fuerza contra la mesa.

-¡No!

El reverendo hizo una seña a Fred y, cuando el cañón del rifle tocó el suelo, se abalanzaron sobre ella. La rabia brotó y, mientras aullaba por sus hijos, las manos y los pies iban de un lado a otro llevados por músculos increíblemente tensos. Fred y el reverendo esquivaban los golpes mientras intentaban buscar asidero para poder reducirla. Entonces un pie golpeó el pecho del reverendo y la mujer del desierto aprovechó el hueco para coger el rifle. Tras un leve forcejeo, la culata golpeó en la mejilla derecha de Fred enviando dos muelas al aire. El reverendo se acercó a gatas hasta el aparador y en las manos tenía el papel cuando el olor a pólvora inundó la sala, llevándose por delante su oreja izquierda.

Fred, con todo el rostro ensangrentado, consiguió golpearla en la cabeza e intentó reducirla, pero la fiera se revolvió con el pelo enmarañado. El reverendo no esperó a ver que ocurría y, mientras increpaba a Fred para que abandonara el lugar, salió corriendo hacia el carro.

La mujer apartó el pelo de su cara y disparó una vez más, astillando el marco de la puerta, a pocos centímetros de la cabeza de Fred. Cruzó el umbral, atravesó el pequeño huerto y llegó hasta las rocas, disparó algunas veces, pero cuando sus pies abandonaron el terreno seco que había sido su universo, fue incapaz de continuar. Se quedó allí en pie, helada, con el sabor a hierro en los labios, hasta que unas manos cálidas la recogieron.

-Vamos, mamá, volvamos a casa.

* * *
Fred sujetaba las riendas y se refugiaba en el camino, mantenía mordido un pedazo de tela contra el trozo de carne viva que antes alojaba al par de muelas. El reverendo mantenía un paño en la oreja, herido y cabizbajo, mientras observaba detenidamente el papel.

-Reverendo...

-No digas nada, Fred. Tú mismo lo viste; no quería venir.

-¿Y por qué nos llevamos el papel, reverendo?

-¿Preferirías que lo tuvieran ellos? Esa vida está extinguida, el señor la reclama. ¿Quién crees que merece este premio, esos criminales o un hombre de Dios? Son muchos años, Fred, vagando de un lado al otro ¿dónde está mi premio?, ¿qué he sacado yo de esta maldita existencia?

Fred lo vio por primera vez allí ecorvado, desencajado, sin luz, fuera del camino que solía recorrer.

-Zek, ¿viste lo que había tras la puerta, verdad?

-Sí...

Fred no dijo más. Se limitó a quedarse al lado, haciéndose presente, tirando del carro siguiendo un ritmo cada vez más lento.

La pólvora no tardó en tronar. Tres armas gritaban enfurecidas, con la repetición que solo ofrece la existencia de un parapeto. Cada estallido latía en las heridas, cada chasquido de bala sobre roca y madera, apretaba el cuello, limitando el aire. Y el papel se volvió sucio, corrupto y pesado.

-Fred.

-Dime, Zek.

-Da media vuelta.