lunes, 24 de noviembre de 2014

Paraísos otorgados


La vegetación del borde del camino invade un inmenso muro de piedra, coronado por hierros en punta. Tras un buen trecho, el muro cede espacio mediante un arco y, justo en el centro, se alza una iglesia de madera blanca, de ventanas cerradas y grandes puertas en la entrada con dos pesados pomos y una aldaba de bronce con un rostro barbudo. El silencio impregna la zona, solo un leve murmullo viene de su interior.

-¡Bendito sea el creador, Bleak, por mantenerte vivo a pesar de ti mismo!

La cara redonda y barbada de aquel hombre se curvó hacia arriba, sus ojos se entornaron en dos pequeñas sonrisas reflejando las sanas heridas que dejan los años. 

-¡Bendito sea, Thomas, nuestro señor por no haberte arrebatado a ti la vida!

El reverendo aceleró el paso y abrazó con fuerza al hombre rollizo que se acercaba luciendo túnica clara y motivos bordados en amarillo.

-¿Cuántos años pasan ya, amigo?

-Ya me conoces, nunca llevo la cuenta de las ausencias.

-Demasiados viajes como para hacerlo. ¿Sigues vagando por el mundo?

-Descansaré el día en que mi cuerpo regrese a la tierra. Sigo viajando y va conmigo un buen hombre a quien llaman Fred. ¿Y a ti, cómo te va? ¿No estabas con los mormones?

-Aquello se acabó, no era ese el camino adecuado.

-Te lo dije, siempre soñando con raíces... no hay mejor sitio que el mundo; déjate llevar sin miedo y te será otorgado todo cuanto necesites.

-Te equivocas, Bleak. Ese no es el modo. Al final he encontrado un lugar donde ayudar y recoger al descarriado.

-¿En esta comunidad? ¿Y qué fe profesan? No reconozco tu vestimenta...

-¿Etiquetas a estas alturas? Los dos sabemos muy bien que no sirven de nada. Aquí vive buena gente, temerosa del Señor, trabajadora y honesta; todo cuanto puedes desear si bien es lo que esperas. 

-Bueno, ¿de dónde proceden entonces?

-De todos los lugares, son gente cansada de los giros del mundo. Solo buscan paz espiritual; la comunión con la tierra y el cielo. Ni te imaginas lo que han tenido que pasar antes de llegar. Por suerte, a partir de estas puertas, ya todo es bondad. Mas no te adelanto nada; dile a tu amigo que también él es bienvenido; pasad, os daremos ropa nueva y algo de comer.

Entró Fred en la iglesia y los tres cruzaron el pasillo, entre bancos de madera maciza, hasta una pequeña puerta situada en un lateral. El sacerdote abrió y con un ademán les invitó a cruzar el umbral. Afuera, la luz grisácea de un cielo suavemente encapotado iluminaba sombreros rectos de corona redondeada, chalecos, camisas, pantalones de tejido rasposo y una veintena de casas diseminadas por un prado de jugosa hierba verde. Los habitantes, de forma diligente, araban la tierra, lavaban sus ropas, agrupaban ovejas en sus respectivos corrales y realizaban toda suerte de tareas.

-Si miras fijamente en sus ojos, no hallarás malicia, solo devoción. No sentirás la soberbia ni envidia a su paso, solo hermandad y comprensión. Es el paraíso, amigo, o lo más cercano a él que podrás encontrar en la tierra.

-¿Discuten?

-Aquí la voz es queda y el puño no se cierra si no es por la labor.

-¿Juegan?

-No hay tapetes verdes ni dados ni cartas. No hay cercos de alcohol, ni tragos amargos de quien pierde todo cuanto le queda.

-¿Pecan?

-Míralos, Bleak, ¿te parecen pecadores?

-¿Son felices?

-¡Pues claro que son felices! Tranquilos y seguros, nada han de temer aquí; afuera es donde mora el peligro.

-¿Y los niños?

-Sinceros y buenos. Mantienen su inocencia intacta.

-¿Y qué ocurrirá cuando crezcan? ¿Y si alguno piensa diferente?

-Todo el mundo puede cometer un error... al final volverán al redil.

Siguieron caminando entre aquellas gentes. Todos saludaban a Thomas, reverenciando su paso, saludaron también al reverendo y a Fred, curvando sonrisas amplias de ojos cordiales y algo apagados. Cenaron puré y carne asada, algunas frutas y un pastel de nueces. Durmieron a pierna suelta en una de las casas cuyos dueños insistieron en ceder, mientras quedaban al abrigo de la niebla y el frío nocturno. Y marcharon mucho antes del alba, cuando los mortales caminan en lo más profundo de los sueños, con dos buenos caballos, ropas nuevas y las alforjas repletas de comida.

-¿Por qué así, reverendo? ¿Por qué sin avisar?

-Nunca te marches sin despedirte de amigos, Fred. Mas si ya no queda nada en ellos que recuerde aquella amistad, envía al pasado dichas obligaciones porque es allí donde reside su razón de ser. 

-Es curioso, pero en todo el tiempo que estuve allí no pude evitar sentir un escalofrío. Cada vez que pienso en aquella gente siento la distancia, el frío que arrastran y, en medio de todo, una ira que parece que nunca acaba de arrancar.

-Es la vida latente de aquellos infelices. El pulso del alma de aquel a quien han convencido de estar en el cielo; aquel para quien sumisión y obediencia han tomado el rostro de bueno, honesto y sincero. Pero te diré que en el ser humano esta situación no queda; más bien, con la mínima chispa se quiebra. Pues es un ser acostumbrado a pecar y quien busca el bien y continuamente yerra, discierne mejor lo que es verdad y lo que adornado se le plantea. Siente pena por ellos, pero no te atormentes, pues si no son los primeros, otros vendrán a cuestionar lo que nadie observa. En cuanto a los caballos, las ropas y la comida, no andan faltos de ellos y, si es verdad que son gente libre de apego a materias, no han de pesar en tu conciencia. No me negarás que ya iba siendo hora de descansar los pies, tirar los harapos y calmar el hambre sin miedo a futuras carencias.

-No niego eso, no. Continuemos entonces, a ver si aparece algún lugar donde pecar, que por lo visto es tan beneficioso, no me asalte la falta, pierda la razón y comience a encontrar virtuoso este maldito camino que dejamos atrás.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Cambio de función


El cielo despejado está lleno de estrellas. Las tres figuras permanecen alrededor de la hoguera, en medio del horizonte plano. Pequeños huesos rotos, y algún resto de carne, descansan en el suelo iluminados por las mismas llamas que secan los alientos y animan a acercarse a los que hablan. No hay rocas, ni árboles altos; solo arbustos, tierra recia y una red de plantas salvajes que la lluvia transformó en pasto.


-No es que me parezca mala idea, ¡es que es una estupidez!

-A veces no es cuestión de lo sólida que sea una idea, sino de que al menos gocemos de su existencia. Si bastara con colocar boca arriba mi chistera para que miríadas de estrategias rebosaran sus alas; entonces, sería un buen momento para sentarnos a discutir cuál de todas sería la idónea...

-Vale, Doc, ya lo pillo.

-Pero no, porque ni siquiera tenemos tiempo de pensar qué hacer. Resulta que en mitad de la representación los actores han decidido colgar sus máscaras, descarnando la magia y dejando al aire los frágiles huesos de la farsa. Y así, entorpecido por los grilletes de la inmediatez, el Dr. Well os ofrece lo único que se le ocurre; ¿y qué es lo que recibe? ¡Quejas!

-De acuerdo, doc...

-Pero no han pensado, que no tenía obligación alguna de ofrecerles este papel. Nadie se fía ya del viejo doctor; porque al parecer todo lo que hace es a cambio de algo. No valen de nada los días vividos, las penurias, las risas y las confesiones. De nada esa hermandad, esa empatía que, queráis o no, solo se forja con el tiempo y la cercanía. Pero no hay calor ni confianza, ¿verdad?, solo desprecio y quejas.

-¡Doc!

-Está bien, señor One, no se sulfure. Dejemos el tiempo que algunas mentes necesitan para oxigenarse de nuevo.

El rostro del viejo se ensombreció, refugiándose en el crepitar del rojo vivo y el jugueteo de las llamas con el viento nocturno. A pocos pasos de allí, apoyado en un árbol, un hombre ejecutaba las más increíbles posturas con el firme objetivo de librarse de sus ataduras. Jimmy lo observaba; sonrió divertido al ver el espectáculo, cogió un palo y apuntó hacia él.

-Ey doc, échale un ojo que al final va a acabar soltándose.

-De eso nada. En la guerra aprendí perfectamente cómo dejar bien atado a alguien.

-¿Y eso, llevabas presos?

-Pacientes... no es fácil serrar en crudo...

Sonó amargo, herido; y quedó suspendido en el aire hasta que Lily echó otro tronco a la hoguera y las chispas limpiaron el ambiente.

-Jimmy, esta vez puede que Doc esté en lo cierto. Ahora mismo no tenemos más opciones; y esto del espectáculo sabes que no es lo nuestro.

El viejo, con la mirada fija en la hoguera, arqueó una de sus cejas. Jimmy se removió incómodo intentando no pensar en lo que acababa de oir... 

-Pero, ¿ayudante de sheriff? ¿No recuerdas los tiempos con Blackwell? ¿Acaso no hemos avanzado nada?

-Pero ya no será como con Blackwell. No se trata de ir persiguiendo forajidos, se trata de estar en un pueblo, mantener el orden allí.

El viejo, observando las llamas sin pestañear, levantó la otra ceja y expandió todo cuanto pudo sus oídos.

-No sé, Lily. A saber cómo es aquello.

Una ráfaga de viento azotó las llamas y estas renovaron su vigor.

-Tengo entendido que es un sitio tranquilo, señor One, un sitio de paso en medio de la nada; sin miel que atraiga a sucias moscas.

Jimmy recorrió con los dedos el ala del sombrero, veía las llamas altas y el rostro de Lily, al otro lado, con los ojos ansiosos por comenzar algo nuevo.

-Bueno, al fin y al cabo puede que no sea tan mala idea. Es una buena oportunidad para conseguir una casa.

-Claro Jimmy, y yo estaré a tu lado. Sabes que puedes contar con mi escopeta.

Aquella frase disparó una duda al estómago de Jimmy. Pero, como activado por un resorte, el viejo Well dio un salto, se puso en pie y comenzó a exclamar:

-¡Me quito el sombrero, señorita Lily! Toda una amazona de la que solo un hombre seguro de sí mismo sería capaz de sentirse orgulloso. Por supuesto, no creo que sea necesaria hacer efectiva su valentía. En aquel aburrido pueblo, no encontrarán nada más allá de alguna inofensiva riña local; nada que el sheriff y su nuevo ayudante no puedan solucionar. ¡Qué demonios! Los hombres como el señor One necesitan un poco de acción para no acumular herrumbre. Pero, por supuesto, en caso de ser necesario, además de su escopeta, contará con todas las armas de que dispone este humilde servidor.

-Bueno doc, tú ganas. ¿Dónde queda ese lugar?

-Está un poco lejos, pero el camino nos vendrá bien. Primero llevaremos a nuestro prisionero a Luke's Rib, allí nos esperan 200 dólares por él. Cosecharemos unos cuantos hasta llegar a nuestro destino final, tengo algunos nombres: nada demasiado difícil, lo suficiente para conseguir algo de fama...

-Cuidado Doc, esta canción empieza a sonar a Blackwell.

-No señor One, yo no soy hombre de acción y estoy demasiado viejo; ahora usted es el jefe. Esta vez se trata de sembrar para cosechar una nueva vida.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Ensoñaciones


El sol, en lo alto, ilumina el campo seco sin hacer sombra. Dos figuras, una al lado de la otra, enfrentados a los postes de madera de un maltrecho cercado. Dos seres, uno más grande que el otro; quietos. El más pequeño, expectante, mira de reojo; el otro, inquieto, mantiene el aliento y concentra toda su atención en el único punto importante: el blanco sucio y oxidado de una vieja lata de alubias.


Respiró hondo y fijó su objetivo. Poco a poco el marrón grisáceo de la madera y el amarillo pajizo del prado se emborronaban, mientras cada una de las líneas, bordes, abolladuras y dobleces del óxido anaranjado iban definiéndose. Una suave brisa jugueteó levemente con los restos del suelo, trayendo el aroma de hierba seca y el regusto metálico y burlón de la lata. Notó cálidas las cachas de avellano del revólver, deteniéndose en el confortable relieve pulido de sus vetas. Colocó la palma de su otra mano bajo la empuñadura y alzó con ambos brazos el peso, sorprendentemente elevado, del arma. Apoyó el pulgar derecho sobre el frío del martillo y apretó con fuerza hasta escuchar el sonido de fijación. Respiró de nuevo y corrigió la trayectoria, echó una mirada furtiva a su acompañante, el cual permanecía inmóvil. El óxido anaranjado seguía allí, bien definido, mostrando entre sus arrugas las heridas que otros le infligieron; así que llevó el dedo índice hacia el gatillo y, durante un parpadeo, combatió la espiral del estómago, la tensión muscular y la incertidumbre ante el despertar de aquel objeto. Presionó con fuerza hasta doblar la frontera entre la vida y la muerte; el fogonazo dio lugar al bramido y al encabritar de aquella bestia vomitando plomo. Otro parpadeo y, a través de la niebla negra, llegó a sus oídos el quejido agudo de la lata volando por los aires. Sonrió. Su pulgar renovó la invocación y su índice devolvió a la vida de nuevo a aquel ser. Otro quejido metálico y la lata dando tumbos en busca de descanso, mas otra vez convocó a la fiera, y otra, y otra, hasta que solo la sexta bala quedó en el tambor. La lata se alejaba rodando de forma insípida, como un elemento irrelevante que se fundía con el paisaje. Entonces sintió el ansia de calor en el metal, el hambre del fuego, el estruendo y el olor a pólvora por algo de vida. Casi sin pensarlo, su pulgar apretó hasta escuchar el chasquido y sintió el poder aprisionado en el revólver. Giró el arma hacia la figura  y sintió la necesidad de apretar el gatillo, de ver la bala hundiéndose en la carne blanda, expulsando su silbido en un fino hilo de sangre y la víctima saliendo despedida como una marioneta golpeada por la mano de un gigante. Pero algo dentro de él mantenía el dedo índice fuera del revólver, el dolor agudo e insistente de una sospecha: la pérdida inminente de algo valioso. Y permaneció así, enfrentando sus propias fuerzas hasta el punto de que el pulso comenzó a acelerarse, gotas de sudor caían por su frente y sus pulmones eran incapaces de tomar el aire necesario para seguir adelante. Temió que si no se dejaba llevar, si no disparaba, esa lucha interna acabaría matándole.

Le rescató el aleteo, lejano y confuso, y el ulular, más claro y cercano. Tardó un poco en descubrir a su compañero observándole desde la ventana. Tenía frío, se encontraba descalzo, con los calzones de dormir, sentado en el suelo de la habitación. Estaba frente al arcón y sujeto entre sus manos tenía aquel maldito rifle que él mismo parecía haber sacado. Todo se reveló tan extraño que no quiso darle más vueltas. Guardó de nuevo el winchester en las pieles que le servían de funda y cerró el arcón con candado. Se acercó a la estufa para calentar manos y pies y volvió a la cama. Nada más acostarse, llegó el recuerdo del arma encerrada, un pulso débil de ansia latente ante el pálpito de un futuro combate; estupideces e imaginaciones, nada que un buen sueño no consiguiera reparar. Finalmente ofreció su consciencia a la oscuridad y dos ojos grandes se abrieron de nuevo en el bosque observando la casa, la colina y el pueblo entero; intentando devolver la conciencia a un lugar donde aquel rifle no fuera más que un objeto perdido en uno de los muchos muebles que contenía cada una de aquellas casas.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Maná

Labios cortados, piel agrietada y paso exhausto de hombros pesados. Levantando las piernas más por inercia que iniciativa, describiendo el movimiento mecánico con temor a que cualquier descanso suponga el final eterno. Incapaces de distinguir más allá del polvo, a unos cuantos pasos más, las rocas que se alzan escarpadas, las hierbas secas y algún que otro árbol diseminado; donde la arena se convierte en tierra.

-Ánimo reverendo, no debe quedar mucho.

-Ánimo no me falta, Fred, el señor es fuente inagotable de él. Son más bien las piernas, que no responden, los brazos que caen lánguidos, los pulmones que ya no bombean y esta maldita boca áspera que parece nunca haber calmado la sed. Pero ánimo tengo, Fred, ánimo tengo.

Costaron los últimos pasos, así como les costó también advertir el cambio de medio: la tierra firme sobre la roca. Pero la ausencia de gargantas en el suelo, ansiosas por engullir los pies a cada paso, liberó parte de la carga que habían ido acumulando con la distancia. 

Más ligeros, recuperaron la visión del entorno; y allá, en una explanada entre las rocas, apareció un pequeño huerto con algunos frutos creciendo desafiantes ante el árido ambiente.

-¡Mira Fred, allí delante, la providencia divina nos asiste! ¿Oyes su dulce canto? De beber para el sediento y de comer para el hambriento. Hincad los dientes en la jugosa fruta y sorbed sus caldos hasta recuperar todo lo que el desierto acabó arrancándoos. 

-Reverendo, ese huerto tendrá su dueño; y, a juzgar por el sitio, bien orgulloso estará de él. Haríamos bien en no tocarlo, no sea que perdamos algo además del hambre y la sed. 

-Calla Fred, solo un alma pura es capaz de vivir en un lugar así y conseguir tal milagro. ¿Has visto el tamaño de esos frutos? No temas, hijo, que así ha de ser; cogeremos solo lo necesario para calmar la desesperanza, y para un par de días más también.

Se acercaron en un momento, entre cojeos y andares de pato, y se abalanzaron sobre los frutos, mordiendo fuerte mientras los caldos, en libres reventares, caían por la comisura de los labios. Mas la dicha duró poco.

Sonó el seco grito de pólvora y el fino silbido de un proyectil que atravesó uno de los frutos hasta enterrarse en el suelo.

-¡Un mordisco más y os pongo los dientes en vuelo!

Más arriba, en la puerta de una pequeña cabaña oculta entre las rocas, una mujer mantenía en sus manos un rifle henry, muy bien cuidado, todavía humeante. Permanecía en pie, atenta, con un vestido de buena calidad, aunque desgastado, y un sombrero atado mediante un pañuelo que contrastaba con sus ojos de temible fiera.

-Disculpe señora, no pretendíamos molestarla ni estropear su cosecha; por cierto, realmente magnífica. Venimos del desierto, tan solo queríamos calmar la sed y el hambre. Soy un ministro del señor, si fuera tan amable de dejarnos pasar... podría explicarle...

-No hay nada que explicar, si queríais algo, hubiera sido mucho mejor preguntar.

Zek asintió encarecidamente, pidió disculpas y le aseguró que no pretendían acción alguna contra ella. Acordaron que pasarían, siempre y cuando el rifle de Fred se quedara fuera. Una vez dentro, aquella mujer les puso un par de platos con caldo de verduras, acompañados por unas tortitas de algún tipo de harina y se quedó en pie todo el rato, observándolos con el henry adherido a su mano derecha.

-Mil gracias, señora, es usted un alma caritativa, una buena mujer. ¿Pero qué hace aquí sola?, ¿es viuda por desgracia?, ¿se encuentran sus hijos o algún otro ser humano con usted?

-Eso no es asunto suyo, coma y beba si lo necesita. Eso es todo cuanto tiene derecho a pedir.

-Disculpe a mi compañero, señora, pero es hombre del señor y se preocupa por aquellos que puedan necesitar ayuda.

-¿Ayuda, yo? ¡No me hagan reír!

-¿Quiere decir que no necesita ninguna ayuda?, ¿que es capa de vivir aquí sola? Siendo así, el señor ha debido poner su mano sobre usted.

-¡No diga estupideces! No hay nada que su señor haya hecho por mí. No estuvo cuando todo cambió y tuve que valerme por mí misma. Si algo hizo, fue darse cuenta de que esta oveja no necesitaba pastor y dejarme a mi aire, viviendo mi propia vida.

-Lamento lo que pudiera ocurrir, pero a buen seguro que, como todo en esta vida, tiene remedio. Siempre hay una solución y, siendo como es persona generosa, seguro que encontramos la forma adecuada.

-No hay nada que encontrar, aquí estoy bien. Tengo todo lo que necesito y me sobran las ganas, el valor y el ingenio para seguir adelante. 

-Por supuesto, eso es algo que salta a la vista. Debo reconocer que su fortaleza de espíritu me ha impresionado y, desde la más completa humildad, le pido entonces ayuda a usted.

-Y yo se la doy; si quiere otro plato o más agua, lo tendrá. Pero nada de dinero, que es lo que ha estado buscando con la mirada desde que ha entrado.

-No pedía dinero, mujer, tan solo una pequeña cantidad para continuar nuestro camino y poder adecentarnos al llegar al pueblo más próximo.

-¡No hay dinero; ni mucho, ni poco! Ya me conozco a los de su calaña... coman cuanto quieran y márchense. A dos días de camino tienen el pueblo más cercano.

-De acuerdo, así haremos; pero, por favor, siéntese a comer con nosotros y relájese un poco.

-Muy señor mío, ya me relajé hace mucho tiempo y se me atragantó el mundo hasta el punto de quedar de él una podredumbre enquistada. Y no es otro el motivo que la cantidad de indeseables, de serpientes purulentas, que por él caminan con impunidad. ¡Pero no lo harán por aquí, señor, no en mi casa! Guarde sus palabras melosas para quien sienta hambre de ellas. Guarde silencio, acabe de comer y cierre la puerta al salir.

Todo acabó con el rasgar de cuchara sobre porcelana, el sonido de las sillas retirándose y los pasos hacia la puerta seguidos de cerca por ojos atentos y el alma inquieta de un rifle.

Atrás se escuchó el chirrido de una puerta y unos pasos leves y amortiguados se acercaron a la mujer que seguía con la mirada anclada en la pareja de visitantes, apenas visibles en el horizonte. Un hocico rozó su pierna y automáticamente la mano derecha soltó el rifle para acariciar al perro que la miraba con ojos repletos de agradecimiento, nobleza y sinceridad.

-Tienes razón, el más bajo parecía un buen hombre, no nos hubiera hecho ningún mal. Pero el otro... el cura ese... como vuelva por aquí le meto una bala entre ceja y ceja.

Acabó de abrirse la puerta y un par de chiquillos corrieron hacia la mujer, la cual cambió el rostro severo y la mirada fiera, por una sonrisa dulce y suave voz.

-Salid niños, ya se han marchado. Podéis llevarle las flores a vuestro padre.