lunes, 27 de enero de 2014

Bad Jimmy (7)


Desvelado por el cielo, un rastro de huellas humanas hiere las suaves elevaciones de nieve virgen, alejándose del camino. Demasiado tarde para estar despierto, demasiado temprano para comenzar la jornada, las huellas dejan a un lado el manantial y se adentran en la densa arboleda, abandonando la tenue claridad nocturna, directas hacia la oscuridad de la roca afilada, las agujas y el hielo.

Los árboles se alzaban eternos hacia el cielo oscuro. Las ramas, completamente quietas, enmudecían ante la ausencia de viento; sin embargo, la llama del quinqué tiritaba exigua ante el asfixiante abrazo del frío. El vapor salía de la boca de Jimmy con un humo denso y profuso. Apretó aún más el abrigo y siguió caminando, enarbolando su faro guía.

Había recogido ya casi tres cuartos del cargamento. No podría decir cuántos días llevaba yendo al manantial de madrugada, volviendo con el frío en los huesos, cansado y hambriento; para llegar y gastar sus ganancias en alcohol, comida y alcoba. No se había dado cuenta del bucle en el que había entrado hasta que la llegada de aquel pobre hombre quebró la rutina; un trozo oscuro de leño seco y escuálido con la piel agarrada a los huesos y los ojos casi apagados suplicando rescoldos, whisky y un poco de comida.

Giró la rueda metálica, ofreciendo más mecha al fuego; la llama creció afianzando su forma y proyectó un cono de luz amarillenta sobre la maraña de troncos, arbustos y el reflejo verdoso de un tupido muro de agujas y ramas. Sin duda, ese debía ser el lugar...

Aquel hombre fue recibido de forma idéntica a como habían hecho con él; invitado a comer el caldo cálido y reconfortante, a beber unas copas y a aprovechar el momento de confianza agradecida para morder el cebo en la mesa de juego. Tomó las cartas con cierta alegría hasta llegar a la euforia y acabó teniendo que aceptar pagar sus deudas arreglando un viejo pozo, abandonado un poco más al norte del manantial.

Dejó el quinqué en el suelo y comenzó a apartar los arbustos amontonados que, habiendo sido arrancados de la tierra, comenzaban a perder su color. Movió unas cuantas piedras hasta que surgieron los finos troncos que formaban la estructura. Echó a un lado la plataforma y observó la oscura herida que se abría paso a través del suelo helado. Recogió la luz y descubrió una serie de salientes excavados que facilitaban la bajada.

Aquella noche, cuando todos se encontraban durmiendo, Jimmy le contó a Lily lo ocurrido. Ella, incómoda, eludió molesta la conversación, acabando por ahogar su interés en abrazos y caricias. Solo con el lento paso del silencio, cuando el sueño decidió ignorarles, dejó caer su pesada carga: “Jimmy, no existe ningún pozo...”

Enganchó el quinqué en el cinto y comenzó el descenso. El frío brotaba de la roca húmeda y atravesaba la piel del calzado y los guantes como si se tratara de fina tela. Llevaba un trecho recorrido cuando comenzó a notar cierta corriente de aire gélido que atravesaba la oscura caverna; sintió las primeras punzadas y un leve temblor comenzó a recorrer su cuerpo. Echó un vistazo abajo y vio el reflejo brillante del hielo aun a cierta distancia bajo sus pies. Algo preocupado, temiendo no poder hacer frente al frío, afianzó los pies y pidió a las piernas la fuerza necesaria para volver arriba. Utilizaba los brazos solo para ayudarse, evitando así el cansancio; mas, con la luz en su cintura, apenas veía donde agarrarse y al ir a coger uno de los salientes el trozo de roca se desprendió expulsándolo de la pared.

La caída quedó amortiguada por el mismo pequeño desnivel del fondo helado que le deslizó unos metros más hacia dentro. Se incorporó algo dolorido pero sin mayor mal; por fortuna, el quinqué seguía funcionando, pese a alojar algo de barro en el cristal. Mientras el viento chocaba contra su rostro en un continuo oleaje, Jimmy vio, asida a una argolla en la pared, una antorcha ya utilizada pero con material suficiente para volver a arder. Situándose de espaldas a la corriente, apartó la pieza superior de la lámpara y acercó la tea. Tardó un poco, el tiempo necesario para que las fibras se calentaran y el fuego encontrara espacio para crecer.

La luz aumentó y Jimmy observó horrorizado cómo el estrecho pasillo en que se encontraba, había dado paso a una sala subterránea, con las paredes cubiertas de hielo y nieve amontonada por todos lados; de alguno de esos montones sobresalía ropa de abrigo manchada de sangre y, más allá, en medio de la sala, colgando de la bóveda de piedra, se encontraba el cuerpo inerte del pobre diablo que llegó en busca de cobijo; allí permanecía, abierto en canal, liberado de sus entrañas, con dos garfios perforando sus tobillos, tambaleándose como un muñeco empujado por el viento.

Le invadió el hedor, repentino, acumulado durante todo ese tiempo oculto por el frío; ese olor dulzón de carne cruda, afilado por la humedad del hielo, recorrió todo el conducto respiratorio. Cerró los ojos y quedó el sabor, en el fondo del paladar, impregnado por el eco de las imágenes: ropas manchadas y la mueca incrédula tallada a golpes en el rostro del macabro colgante.

De repente, un chirrido metálico, traído por el viento, irrumpió en la sala resonando en cada una de las superficies heladas; eclipsado por unos pasos, firmes y pesados, demasiado definidos como para estar lejos. El sonido surgía de su derecha, a través de una abertura que abandonaba la sala por el lado opuesto al que había venido. Hundió la antorcha en la nieve, enmudeció con el abrigo el quinqué y se echó hacia atrás, aturdido, hasta encontrar la firmeza de la pared. El corazón comenzó a bombear, enviando la sangre como un torrente contra su cráneo; el aire se le antojaba escaso y había desaparecido todo rastro de frío.

Cediendo todo control al instinto, llevó su mano hacia el revólver, lo empuñó y dejó que los nervios se dispersaran, a través del metal, por toda la sala. Afinó sus instintos y se concentró únicamente en la espera.

lunes, 20 de enero de 2014

Instantáneas

Un sol naciente y claro se hace cargo del cielo; dos ojos quedan cerrados en el hueco de un árbol, mientras otro par toma el relevo. El hombre baja por el camino de la ladera, con su atuendo de pieles y un pequeño objeto en las manos. Al fondo del camino, se alza el relieve aristado de los tejados, coronado por el imponente saloon, con el hombre de traje blanco esperando frente a sus puertas.

-Buenos días, DeLoyd. Tan pronto y aquí plantado... ¿ocurre algo?

-Buenos días Jonowl. Oh, no es nada. El señor Curteys ha decidido hacer algunas fotografías. Al parecer es cuestión inexcusable; hoy el cielo está azul como el mar y Helios nos ofrece una de sus mejores caras. Ha llegado el tiempo del artista.

-Bien está. El caso es que esa cámara cochambrosa que le trajisteis de la ciudad tarda como ninguna otra, pero afila sus cualidades. Con tal de no perder el tiempo de exposición, se pasa un buen rato tramando el lugar perfecto, las luces y las sombras. El otro día discutía consigo mismo acerca de la conveniencia de uno u otro sitio.

-En verdad es un artefacto antiguo, y adolece de cierta lentitud de ejecución; pero no se trata de cualquier antigualla. Una de esas es la que cargaba el mismísimo Tim O'Sullivan a lomos de su montura, cuando, como un Perseo, ofreció al resto del mundo los secretos más inaccesibles de estas tierras. No es objeto para cualquiera, solo los mejores pueden empuñar ese espejo y dejar al mundo de piedra.

-Siempre con los tuyos, DeLoyd. Puede que los planes se fueran a pique, que cayéramos hasta lo más profundo, pero la base es sólida. Me alegro de haber llegado aquí; creo que todos lo hacemos.

-Hondas palabras. Sin duda, algo hemos cambiado si hemos descubierto que la carencia puede llegar a convertirse en fuente. La línea azul está bien presa en el lienzo; ahora es cuando hay que seguir adelante.

-Eso bien merece una taza de café. Por cierto, ¿dónde está Charles? Venía a traerle el cuchillo ya con el mango acabado.

-Un trabajo magnífico -dijo DeLoyd mientras acariciaba el suave veteado de la madera-. Ha conseguido encontrar el asidero idóneo a tan buen metal. Seguro que el señor Bison sabrá darle uso; se encuentra cerca de la entrada, junto al resto, preparando el desayuno.

El cocinero soplaba con fuerza entre las piedras y las llamas respondían al empuje, lamiendo las bases de hojalata. El olor a café subía sinuoso entrelazándose con el chisporroteo juguetón de la comida. La gente permanecía sentada alrededor, esgrimiendo platos y tazas a la espera de saciar el hambre matutina.

-¿Charles, no vas a colarlo?

-¿Colarlo? -tronó entre carcajadas-. Se trata de dejarlo reposar, hasta que el café quede abajo y echarlo con cuidado de no removerlo. ¡Colarlo, dice! Así es como se hace el café en el camino. Durante años estuve haciendo café para vaqueros y a ninguno se le ocurrió jamás pedir que lo colara. Mucha señorita veo yo aquí.

Calló un segundo y se giró hacia Vera y Tabitha. Con un ademán ofreció sus respetos y les acercó un par de tazas cuidadosamente vertidas.

-Si tanta señorita hay aquí, querido Charly, debería ofrecernos también al resto una taza de café.

-Menos risas, Kornelius. Si bien tus manos son más finas que las de muchas señoritas de ciudad, no dejas de tener bastante más pelos que ellas. Los suficientes para soportar el beso de una sartén al rojo vivo.

-Kornelius... Charles... tengamos la fiesta en paz -increpó Vera-. Cuando acabe Edward, habría que ir pensando en los espectáculos y las comidas del saloon; haríais bien en ir dándole vueltas. Si sus fotografías funcionan, no tardará en venir gente.

Ambos callaron. Mientras uno guardaba la sorna para otro momento, el otro mantenía, prudente, la mano cerca del mango de la sartén. Mas hay almas que necesitan expresarse, aunque sea en tono más quedo.

-Y este, amigos, es el tipo de señorita tímida y delicada que necesita que le sirvan una taza de café.

-Kornelius... -recriminó Vera, filtrando una sonrisa-.

Un murmullo de aprobación acompañó el argumento del pianista. Guiños y miradas de complicidad cayeron alrededor del cocinero y la dueña del saloon. Solo Ángel permanecía ajeno a todo, concentrado en la masa oscura que descansaba en su plato, como una plasta, entre dos trozos de carne y una generosa rodaja de pan.

-Charles, ¿qué demonios es esto? Me recuerda al ganado.

-Es sangre.

-¿Sangre? ¿Cómo que sangre? ¿De quién?

Las pobladas patillas del cocinero se erizaron y el labio izquierdo quedó mordido para evitar contestar demasiado raudo.

-Sangre de uno de los bichejos que trae Jonowl. Sangre, harina y hierbas.

-Sabe raro, ¿no? No sé si raro de malo, o raro de extraño... es como si...

-Como si te fueras a quedar con hambre...

Las carcajadas llenaron el pequeño círculo, alegrando la mañana. El mismo cocinero sonreía, incapaz de mantener el rostro serio, y saludó animado a Jonowl al verle acercarse.

A unos cuantos pasos de allí, DeLoyd seguía erguido, enrojeciendo las brasas de su pipa, mientras observaba atentamente al fotógrafo en su ceremonial. Como si de un indio se tratara, caminaba varias veces por la misma zona, con movimientos rítmicos, marcando los pasos, describiendo círculos. Colocaba el artefacto una y otra vez, aquí y allá y miraba desde todos los ángulos posibles: de pie, sentado, tumbado y en cuclillas; hasta encontrar el ángulo adecuado, previendo la imagen perfecta. Entonces apartaba la oscuridad y dejaba que aquella maravilla absorbiera el mundo; la cantidad de tiempo dependía de él, del efecto que quisiera conseguir y el modo en que influiría posteriormente al resto. Podía ver la pasión de aquel hombre; cómo disfrutaba cada uno de los pasos. Lo sentía vivo, exultante; al igual que contemplaba la esencia del mundo estrechándose, arremolinándose y entrando en aquella maravillosa cámara oscura. Estaba seguro que solo algo bueno podría salir de allí. Orgulloso de su tripulación, feliz de que el idiota se la hubiera jugado; algo se accionó dentro él y tuvo la necesidad de ir a por sus pinturas.

lunes, 13 de enero de 2014

Bad Jimmy (6)

Oculto entre las montañas, en lo más profundo del denso follaje, existe un lugar donde los árboles se detienen, la roca se quiebra y la tierra se pliega ante la majestad del agua. Uno de los pocos espacios donde las cavernas vierten su savia y la calma emula al cielo. Es allí donde un hombre camina por la frontera nevada, observado atentamente por su reflejo.

-Un poco más adelante, joven. Justo al lado de aquellas rocas.

-Señor Kurt, sé que lleva mucho tiempo con esto, pero... ¿no sería mejor recogerla en esta zona? Al fin y al cabo el agua es la misma y no hay capa de hielo.

-La verdad es que no. ¿Ve esas plantas? Ellas ofrecen parte de las extraordinarias propiedades del producto. Por cierto, debe darse prisa, debemos acabar antes de que amanezca, porque con el sol...

-ya, ya... el producto pierde parte de sus extraordinarias propiedades.

-¡Exacto! Veo que va aprendiendo los entresijos del negocio. No tenga miedo a entrar en el agua, las condiciones óptimas se encuentran a una braza de la orilla. Vaya con cuidado, sin remover el lecho, lo último que queremos es embotellar algo de fango. Acerque esas botellas lo máximo posible. Ah, y no olvide poner alguna placa de hielo para mantenerlas frescas.

-Amén. ¿Sabe? Ahora mismo no hago más que pensar en volver junto a la chimenea, quitarme esta ropa empapada y tomar un buen caldo.

-Paciencia, ya queda menos. Está haciendo un buen trabajo, debo decirle que pocos han demostrado la misma destreza; normalmente enfangan el agua tras la primera caja. Un cuerpo joven y fuerte como el suyo, merecería algo más que rescoldos y caldo tras una dura jornada de trabajo.

-Créame, eso es lo único que necesito ahora mismo.

-Y qué me dice de la muchacha...

-¿Qué pasa con ella? Apenas la vi un momento.

-Vamos, Jimmy, su rostro aun no ha dejado de ser honesto, pudo verse claramente el interés que despierta en usted.

-No creo que el señor Rob consintiera...

-Rob la tiene en gran estima, sin duda; se ha hecho cargo de ella desde que la encontrara entre las nieves del bosque. No obstante, siempre podría llegarse a algún tipo de acuerdo, ya me entiende...

-¿Está usted hablando de pagar?

-No por ella, por supuesto, no es de ese tipo de mujeres, sé de buena tinta que también está interesada en usted; digamos más bien que se trata de calmar la conciencia de su tutor. La vida aquí es dura, siempre con la incertidumbre del mañana; un dinero extra puede suponer la diferencia entre seguir adelante y la tumba. Pero, no decida nada ahora, continúe con su labor, queda poco para que amanezca; ya hablaremos de ello a la vuelta.

Desandaron la fina senda con los primeros rayos del sol. Jimmy tiraba del estrecho carro, empapado, al son del repiqueteo vidrioso. Kurt caminaba delante, con una gruesa pelliza sobre su traje impoluto y el bombín moteado de blanco; tejía, entre hilos de humo, las bondades del reposo, la tibieza del hogar y la calidez del ánimo recompensado al obtener aquello que se considera fuera de alcance. Dicho lo cual, lanzó hacia atrás una bolsa con la cantidad ganada ese día.

Al llegar, le invitó a un trago “¡Por ti muchacho, excelente trabajador, buen cargamento has conseguido!”. La bebida siguió fluyendo, bien presente durante la comida y con abundancia en la charla posterior. Jimmy se encontró cómodo, no recordaba la humedad ni los fríos de la intemperie; reía a carcajadas y se permitía ciertas familiaridades con el resto de tertulianos. Más de una copa corrió de su cuenta, en sincero agradecimiento por el buen rato que estaba pasando. Sus ojos chispearon ilusionados al notar la cortina moviéndose tras él. Se giró y pudo verla durante un segundo, el tiempo justo para adivinar el contorno firme sobre el que se posaba la fina tela que la vestía. Sin pensarlo dos veces, pasó la bolsa a su compañero de juerga: “Coge lo que haga falta, Kurt”. El bombín tomó el dinero y sonrió satisfecho.

El frío de la habitación le arrebató parte de la embriaguez, se tapó algo nervioso ante la espera. Violet, nunca le habló de aquello. Tras tanto tiempo huyendo, matando, soñando si detener la bala que lo inició todo, se había olvidado de vivir.

La vio entrar, iluminada por la tenue luz de una vela; una criatura enigmática y salvaje, esculpida en el hielo. Ella le observó, distante, desde arriba, con una sonrisa traviesa armada en el rostro. Llevándose uno de sus dedos a los labios, invocó silencio; siseó algo, crepitando levemente, marcando las pautas de su hechizo y lo atrajo a la calidez interna. El nuevo medio le devolvió el valor, tonificó músculos y el ímpetu alzó la voz hasta que el humano fue exiliado y el instinto clavó sus garras desdeñando toda idea de tiempo.

Se quedó junto a él, grácil, cálida, acurrucada; con aquellos grandes ojos entrecerrados. Respiraba lentamente, como en trance, y acercaba su espalda en busca de abrigo y calor. “Vayámonos...”, musitó. Surgió de su boca como una fina hebra, involuntaria, que permaneció suspendida en la habitación, deambulando entre lo no escuchado y lo atendido con ávido interés. Fue lo último que sonó antes de que el sueño se los llevara.

lunes, 6 de enero de 2014

Anclando rejas

Desde las ventanas, a ambos lados de la puerta, dos conos solares muestran la estampida de diminutas partículas de polvo, despertadas por el ajetreo de tablas removidas, suelo cavado y barras ancladas al suelo. Dos camisas arremangadas con ritmo enérgico y respirar cansado, continúan sin pausa la tarea, postergando el poso del esfuerzo para cuando llegue el descanso.

-¿Ángel, cree que podríamos fijar los laterales en aquel hueco? -dijo Will mientras comprobaba la resistencia del hierro, ya limpio y liberado del óxido.

-Poderse, se puede... pero, no creo que vaya a servir de mucho...

-Tranquilo, solo tiene que aguantar tres o cuatro tirones fuertes; lo justo para vencer el primer impulso. Tras eso, todo el esfuerzo se canaliza en pensar otras formas de escapar.

-Dirá lo que quiera, sheriff, pero me sigue pareciendo algo flojo.

-En realidad, por muy resistente que sea el metal, por macizo que sea el ladrillo, el preso siempre ideará algún modo de salir. Es sencillo, él dispone de todo el tiempo del mundo para centrarse en un único objetivo; nosotros, en cambio, debemos seguir con nuestra vida.

-Pero, ¿cómo va a dejarlos ahí encerrados? ¿Acaso no lograrán escapar?

-Olvida usted que no se trata de llenar la celda, sino de que no llegue a entrar nadie. Cuando metes a un hombre entre rejas, sea culpable o no, lo estás transformando a él mismo y a todo cuanto le rodea. Hay algo extraño en ese proceso que puede extenderse como una corrupción y acabar afectando a todo el pueblo...



-¡Sáquelo de una vez, sheriff! ¡Saque a ese maldito hijo de puta!

-Están todos, Pat, hasta el viejo Angus y sus hombres.

El joven apartaba nervioso la tela una y otra vez, observando de refilón la calle abarrotada; vecinos, amigos, gentes de la ciudad y alrededores, se agolpaban frente a la oficina del sheriff. Llevaban en alto el cadáver de la joven muchacha, con las ropas aun rasgadas, los brazos amoratados y el cráneo hendido.

-Que no te vean Will, no hará sino empeorar las cosas. Aléjate de la ventana, ven y toma un poco de café; está frío y amargo, te devolverá la razón.

Tras los barrotes, un hombre permanecía acurrucado en un rincón de la celda; soportaba con ambas manos el peso inimaginable de una cabeza que no paraba de trabajar, con la mirada clavada en la salida imaginaria, oculta entre las tablas del suelo, ahogando cualquier sonido con la vana esperanza de desaparecer.

-Sheriff, no van a marcharse. Se quedarán ahí hasta que salgamos o nos hagan salir a la fuerza.

-Eso es algo que de momento no sabes, dales un poco más de tiempo. Es importante que no vean ningún movimiento; con un poco de suerte, recuperarán algo de lucidez y verán lo absurdo de la situación.

-¿Y si no se van? Dios, llevaban a la pobre Lucy en volandas como un macabro estandarte, sin importarles que estuviera muerta. No van a irse a no ser que les demos a ese tipo; joder Pat, yo tampoco lo haría, no me iría hasta conseguir que se hiciera justicia.

-Mantén la calma, William. De momento lo único que tienen ante ellos es una pared fría y oscura, puertas y ventanas cerradas y el más absoluto silencio. No les des un motivo para seguir ahí, es la única oportunidad que tenemos de evitar que empeoren las cosas. No olvides que no hay pruebas suficientes que incriminen a este tipo, y que es el juez quien debe decidir al respecto.

-De acuerdo Pat, tienes razón. Pero se trata de Angus, Joe, los O'doolan... ¡joder, me he criado con muchos de ellos! Salgamos afuera, nos escucharán...

-Olvídalo, ya no conoces a la gente que está ahí fuera; ellos necesitan sangre y son incapaces de atender a razones. Hay que esperar a que se calmen, solo entonces podremos salir y hablar con ellos. Cuando llegue el momento, saldremos con las armas enfundadas. Todo ha de hacerse con pose y palabra, ni se te ocurra sacar un arma y mucho menos disparar o desatarás algo de lo que te arrepentirás el resto de tu vida.

El joven camina nervioso a uno y otro lado de la habitación. El latido del reloj marca, lento, el transcurso del tiempo; una cadencia arrítmica que parece cesar definitivamente cada vez que consume un nuevo paso. El hombre del rincón se mantiene lejano, completamente inmóvil, ajeno a todo. El sheriff, permanece sentado, echando pequeños sorbos de café, con la mirada fija en la nada y la mente perdida en algún extraño recoveco. De afuera llega el murmullo de la muchedumbre que ondea continuamente recogiendo las voces para devolverlas embistiendo contra la puerta. Hasta que en uno de esos arranques, sendos objetos golpean la puerta y una piedra vuela hacia adentro junto a los fragmentos de cristal de una de las ventanas.

-¡Pat, voy hacia afuera!

-¡Aun no, Will!

El joven abrió la puerta de golpe, salió firme y observó de lleno la muchedumbre de caras emborronadas por el odio, esgrimiendo el cadáver de la joven Lucy en movimiento lánguido torpe y patético, indigno de su memoria. Marcó con la voz al viejo Angus y al mayor de los O'doolan, consiguiendo cierto control sobre el tumulto. Las palabras se cruzaban y el joven ayudante mantenía la situación, ganando algo de terreno.

El sheriff observaba desde el interior, veía la delicada trama de miradas y ademanes que extendía el joven Will y sabía que no era momento de irrumpir. Se mantuvo, no obstante, atento, preparado para cualquier imprevisto y analizó el combate: las retiradas de los contendientes hasta refugiarse en la multitud, para atacar de nuevo con el apoyo recibido; vio sorprendido que todo marchaba bien, que el oleaje perdía intensidad y era cuestión de tiempo que el mar volviera a la calma. Mas ocurrió algo, un movimiento mal entendido, una pequeña chispa en aquella pira seca que hizo que el ayudante echara mano al cinto y el cielo se prendiera fuego.

Se escuchó un golpe desesperado de culata, gritos, forcejeo, madera sobre carne, huesos molidos, dientes, sangre, un remolino de piernas y manos y un solo disparo al aire que abrió un ojo en el huracán, el tiempo justo para que el sheriff, con el revólver aun humeando, comprendiera que no habría otra salida. Se deshizo la pausa y antes de que la masa volviera a la carga, dos disparos más retumbaron en la noche: el viejo Angus y Mark O'Doolan cayeron fríos sobre el suelo. El silenció congeló el aire, las antorchas perdieron luz, la masa se desmembró y el cadáver de la pobre Lucy encontró por fin el camino de vuelta a la tierra.

Al día siguiente, todos acudieron a sus quehaceres como si nada hubiera ocurrido; cada uno enterró lo suyo en la más absoluta intimidad y creyeron encontrar alivio cuando aceptaron la dimisión del sheriff Pat, las heridas del joven Will quedaron curadas y, tiempo después, apareció el verdadero asesino de la pobre Lucy, dejando todo en su sitio.

...

-Créame Ángel, cuanto menos tiempo debamos tener un preso aquí, mucho mejor.