lunes, 25 de mayo de 2015

El ataque

El sol ha muerto. Las nubes se desvanecen y la luna late fuerte en el cielo. Un viento fresco corta la asfixiante atmósfera del día, dando la bienvenida a una buena taza de café. Salvo los vigilantes, todos se arriman a la hoguera, entre el saloon y los restos de la atalaya del alcalde; pues cuando se escucha el aullido de la muerte durante tanto tiempo, nadie quiere ahogarse entre cuatro paredes y ceden a la liberación de enfrentarse al peligro.

Bison, aun convaleciente, cogió con un trapo una de las cafeteras; el gorgoteo ahumado invitaba al descanso. Fueron pasando las tazas, de mano en mano. Con el sorbo caliente, se cerraron los párpados y hondos suspiros expulsaron el exceso de celo del alma. No tardaron en surgir las primeras palabras, humor duro, nacido del sufrimiento, que varió el rumbo de los sentimientos y canalizó el ánimo en una columna de risas.

Desde arriba Jonowl y Tabitha escuchaban el jolgorio. Tapados con la misma piel curtida, aferraban sus tazas mientras brindaban con una sonrisa. Ella tenía su Smith&Wesson de 7 tiros, peso frío e incómodo junto al vientre, en su fajín. Él tenía cerca el cuchillo de su abuelo y aquel magnífico rifle que descansaba a sus pies, tapado con las pieles engrasadas, fuertemente anudadas, y aun así podía sentir el latido metálico del arma maldita, un pulso constante por abandonar la quietud mortecina del reposo. Hacía todo lo posible por ignorarlo, pero, en lo más interno de su ser, deseaba con todas sus fuerzas que fuera necesario empuñarlo de nuevo.

Abajo Vera comenzó a susurrar una alegre tonadilla. Su voz se quebró al llegar al pasaje donde Kornelius la recogía con la guitarra, llevándola de la mano hasta la última cuesta, donde se apartaba cortésmente y la dejaba crecer hasta congregar a todos los oyentes; incapaz de seguir, quedó ahogada en el silencio. Entonces fue Bison quien tarareó, y tras él, con la mirada fija en las llamas, fueron uniéndose todos los presentes. Vera esperó el momento, entró susurrando y, acompañada, fue creciendo de nuevo. La voz aumentó su curso hasta tornarse en limpio torrente, el resto de voces se alzaron, una botella se abrió y un jubiloso caos embrujó los cuerpos en animado baile.

Arriba en la arboleda, reían los vigilantes, daban palmas y seguían la música con los pies. Por un momento no existieron armas ni amenazas. Por un momento recuperaron la tranquilidad, marcaron a fuego sus ojos y, fundidos en un abrazo, unieron sus labios hasta que lo cálido y carnoso inundó toda consciencia. Se separaron con una sonrisa en la mirada. Los labios se entreabrieron y un titubeo se bifurcó entre acercarse de nuevo o emitir palabras; ninguna de las dos opciones tuvo lugar.

Un disparo retumbó en Canatia, el silbido del proyectil cortó el baile y el tañido herido de la campana convirtió el júbilo en alerta.

-¡Jinetes, por el norte! ¡Puede que quince o más, el polvo los tapa!

Jonowl movía ambos brazos, mientras las piezas doradas del rifle brillaban exultantes.

-¡Todos a sus puestos!

La estrella del sheriff reflejó el fuego embravecido de la hoguera.

A lo lejos, en el camino del norte, el grupo de jinetes se detuvo y el polvo engulló toda pista. Desde la arboleda los vigilantes permanecieron atentos a cualquier indicio de movimiento. Pero cuando la bruma terrosa se hubo disipado, una veintena de jinetes siguieron en sus puestos. Pronto aparecieron chispas y esquejes de llamas abrazaron la tela embreada de unas antorchas; segundos después, ya no era necesario aguzar la vista. Se escuchó el eco lejano de una arenga y el coro, en respuesta, gritó con sed de sangre. Del trote pasaron al galope y el polvo volvió a alzarse tras ellos, en su loca carrera hacia el pueblo.

Jonowl apuntó con el rifle. Recorrió con la mirilla cada uno de los jinetes, realizando las correcciones demandadas por la distancia. Memorizó pañuelos, ropas y sombreros; sellos de rápido reconocimiento, para tenerlos presentes. Siguió el cabeceo de sus monturas y tomó tiempo en distinguir sus armas. Les puso nombres, absurdos y rápidos, para evitar la confusión grupal.  Y cuando estuvo preparado accionó la palanca. El chasquido limpio y metálico despertó el espíritu de aquel arma con una ira casi celestial. Ahora más que nunca lo sentía vivo; el disparo a la campana apenas había provocado respuesta, pero al advertir los blancos, aquel arma tiró de él como un caballo desbocado; aun así era demasiado pronto. Invocó los grandes ojos emplumados, para ver desde afuera el momento adecuado en que comenzar a disparar. Escuchaba a su lado a Tabitha disponiendo la munición y creía verla, por el rabillo del ojo, comprobando el revólver por décima vez; pero su voluntad seguía anclada en el grupo atacante.

El estruendo de los jinetes se escuchaba claramente y un creciente temblor recorrió todo el pueblo. Edgar, Ralph y Curteys fueron a resguardarse cerca de la herrería, en el lugar que, según el fotógrafo, ofrecía mejor ángulo de visión. Bison y Vera esperaban en el último piso de la primera torre, mientras el Dr. Well reptaba bajo el entablado del porche del saloon. El sheriff, Jimmy y Lily apuntaban a la entrada del pueblo, desde los restos de la oficina y la atalaya del alcalde. Y, devorando los peldaños de la escala, Fred se encaramaba hacia la campana, mientras el reverendo y la viuda del desierto discutían por ver quién sería el siguiente en seguir sus pasos.

Con las prisas, la viuda resbaló un par de veces y Fred asió sus manos para ayudarla a subir. Los jinetes ya estaban cerca y el reverendo empujó desde atrás. Al sentir las manos del ministro del señor en su trasero, la mujer concentró toda la fuerza en su pierna derecha y envió al reverendo de nuevo al suelo. Comenzaron a oírse las quejas en respuesta y hubieran llegado las amenazas de no haber sido acalladas por el primer disparo de la contienda. Uno de los jinetes caía, a unos 200 metros del pueblo, y, al accionar la palanca, Jonowl pudo distinguir claramente un gélido canto en el vibrar del casquillo sobrante. Disparó y otro jinete cayó. Seguía el orden orquestado en su cabeza. Palanqueaba con ansia, y al apretar el gatillo vivía el gozo del proyectil liberado, aullando libre hacia su presa. Con cada detonación sentía un calor agradable disipado al instante, absorbido por el frío vacío del hambre. Entonces solo quedaba accionar de nuevo y enviar otro casquillo al aire. Otro objetivo caía pesado, habiendo segado su vida, antes de regresar a la tierra. Contó hasta ocho los caídos, cuando el noveno perdía su vida poco antes de que el resto atravesara el umbral del pueblo.

De los once bandidos que quedaban, tres fallecieron al llegar a la herrería; Ralph, Edward y Curteys llenaron de plomo sus cuerpos. Antes de que el resto reaccionara, el sheriff, Jimmy y Lily abrieron fuego desde la oficina: dos más murieron y otros dos, heridos, siguieron al resto de supervivientes hacia el final del pueblo, buscando cobertura en la casa del médico. La situación quedó paralizada. Los de la herrería mantenían sus puestos, abriendo fuego continuamente y los del sheriff esperaban el momento oportuno para acercarse, mientras Bison y Vera cubrían la calle central desde el saloon.

La lucha continuaba, pero ningún quejido rompía el continuo tronar de pólvora. Jimmy intentó acercarse un par de veces y a punto estuvo de perder los sesos. Bison y Vera optaron por salir del saloon en busca de un mejor ángulo de tiro. El cocinero llevaba su garrote, colgado del cinto, y una escopeta recortada preparada para escupir plomo. Vera caminaba lentamente enarbolando la pepperbox de Kornelius con ambas manos, aun recordaba el dolor de muñecas que causaba el encabritamiento del arma. Cuando el sheriff los vio, desde el otro lado de la calle, les hizo señas para que siguieran caminando resguardándose tras los postes del porche.

El sheriff vio el momento perfecto, avisó de que, a su voz, abrieran fuego. Así podría acercarse, con Jimmy y Lily, y rodear por la parte de atrás la casa del médico. Mas cuando la señal estuvo a punto de darse, fue la voz del reverendo la que tronó junto al tañido de la campana. Cuando quisieron darse cuenta, otro grupo de pistoleros había salido del cauce seco del río y estaba disparando al reverendo y compañía.

-¡Hay dos a la izquierda, tres a la derecha y por lo menos cuatro más siguen escondidos! ¡Fred, hazte cargo de los de la izquierda! ¡Señora, para usted los de la derecha! ¡Los del cauce de momento no son un peligro!

-¿Quién te crees que eres para darme órdenes, maldito reverendo loco? ¿Acaso crees que voy a asomarme ahí?

Las balas silbaban alrededor de la torre. Llovían astillas y se escuchaba el quejido metálico de la campana ante los plomos. El reverendo miró a Fred, este se asomó un par de veces pero tuvo el tiempo justo para apretar el gatillo de su rifle sin apuntar, antes de que una de las balas le volara el sombrero.

-Está bien, a grandes males grandes remedios.

El reverendo buscó en el bolsillo interno de su chaqueta y sacó un pedazo de tela con dos cartuchos de dinamita dentro.

-¡Lo que me faltaba por ver! ¿Tenías eso todo el rato encima?

-La señorita Lily consideró que podríamos necesitarlo.

-No sé yo si va a funcionara.

-El Señor está con nosotros, funcionará, ya verá como sí. Ustedes encárguense de hacer un poco de ruido, yo haré el resto.

-¿Qué?

Pero Zek ya no estaba para atender a nadie. Había encendido una cerilla y acercaba la llama a la mecha.

-¡Ahora, disparen!

Fred y la viuda asomaron las armas y dispararon hacia abajo, más por enviar plomo que en busca de un objetivo. Al poco las balas dejaron de subir con la misma insistencia y la mujer vio por el rabillo del ojo al reverendo observando fijamente la mecha encendida.

-¡Maldita sea, reverendo, tira ya ese cartucho!

-...y es amor, que quiere y perdona; pero también es justicia y castiga a quien osa dañar su obra. Porque aquel que haga el mal, por él será castigado...

La chispas seguían avanzando y se acercaban peligrosamente al cartucho.

-¡Vamos, cura del demonio!

-...por él será dañado y consumido, y será enviado a las llamas mismas del averno!

Se levantó y se asomó como si no hubiera peligro, alzó ambas manos y entre carcajadas lanzó el cartucho hacia la derecha. Ninguno de los bandidos tuvo tiempo de verlo tocar el suelo antes de que estallara. De los tres, solo uno salió corriendo hacia la calle central y tras él fueron los dos que estaban en la parte izquierda.

-¡Se van, no puedo creerlo, pero se van!

-¡Se lo dije señora, Dios está con nosotros!

Fred se incorporó y apuntó con cuidado, disparó y dio a uno de los bandidos en el hombro; este cayó al suelo, rodó y disparó dos veces. La primera bala chocó de nuevo con la campana. La segunda atravesó su carne, dejándole sentado sobre la tarima de madera con los ojos vacíos, boqueando en busca de aire.

La viuda se asomó por encima de la barandilla y comenzó a disparar su henry, obligando al grupo a continuar su huida.

El reverendo encendió el segundo cartucho y echó un vistazo a su compañero.

-Tranquilo amigo, ya has hecho bastante. Ahora descansa, saldremos de esta.

Le puso la mano en el hombro y siguió hablándole mientras miraba la mecha y calculaba la distancia hasta el cauce. Fred abría los ojos como platos intentando huir de las sombras y tomaba sorbos de aire incapaz de acoger oxígeno. Cuando la chispa llegó al lugar indicado, el reverendo se alzó de nuevo y lanzó el cartucho hacia el cauce. De allí abajo salieron cinco tipos más, huyendo de la muerte; mas la explosión no llegó a producirse. Dos de ellos buscaron un sitio a cubierto desde donde disparar a los de la campana y los otros tres restantes siguieron al resto hacia la calle central donde Bison y Vera seguían avanzando hacia la casa del médico.

Bison, apenas les vio venir, se giró y vacío los dos cañones de la escopeta sobre el primero de ellos, enviándolo un par de metros hacia atrás con un agujero en las tripas. Tuvo el tiempo justo para avisar al grupo del sheriff y echarse a un lado junto a Vera, antes de que la lluvia de plomo cubriera la calle, hiriendo a Jimmy en una pierna. Los disparos continuaron y cuando los de la casa del médico, supieron lo que estaba pasando, tomaron posiciones y renovaron su ataque.

Los de la herrería a duras penas podían asomarse sin exponerse a las balas. El grupo del sheriff dividía la zona de fuego entre uno y otro frente sin mucha efectividad. Y los cinco de la calle central se acercaban poco a poco al portal donde Bison y Vera se resguardaban. Bison abrió la escopeta y se dispuso a sacar los cartuchos, mientras veía las siluetas acercándose; los nervios actuaban en su contra y la munición bailaba en su mano. Vera apretó el gatillo y todos los proyectiles de la pepperbox se detonaron a la vez, saliendo despedidos como un enjambre; una nube de pólvora lo envolvió todo.

Al disiparse la pólvora, lo primero que apareció fue un cadáver y otro hombre, de rodillas en el suelo, quejándose con las manos en el estómago. Bison metió el segundo cartucho y cerró los cañones, mas al disponerse a amartillar el arma, aparecieron los tres restantes, con los revólveres listos, apuntándoles. Bison dejó caer la escopeta y marchó hacia ellos con las manos en alto, intentando alejar la atención de Vera. Notaba el peso del garrote en el costado y rezaba por tener el tiempo necesario para poderlo usar, pero cuando vio la cara de aquellos matones comprendió que no iba a tener ninguna oportunidad.

El estruendo fue más fuerte de lo que esperaba. Se sorprendió al no notar dolor alguno ni golpe ni rasgar de piel y carne. Abrió los ojos y vio a uno de los tres individuos en el suelo gritando de dolor sujetándose las piernas ensangrentadas y los otros dos encogidos apartando, incrédulos, las manos de la cabeza. De debajo del porche apareció el Dr.Well con la escopeta aun humeante celebrando su éxito mientras volvía a cargar. Bison no perdió el tiempo, empuñó el garrote y corrió hacia el primero de los que estaban encogidos.

Del otro lado del pueblo, salió un solo disparo, puede que una bala perdida o un proyectil en busca de su presa. Atravesó toda la calle, rozando las patillas de Bison y dio de lleno en el cuerpo del viejo doctor, haciéndolo girar sobre sí mismo y enviándolo a la tierra como un muñeco de trapo.

Bison se detuvo, vio cómo los bandidos echaban mano de los revólveres y volvió hacia donde estaba Vera todo lo rápido que pudo. Un plomo se alojó en su espalda mientras otro se hundía en uno de los postes, se tiró al suelo con el dolor agudo, recuperó su escopeta y se quedó agazapado dispuesto a vaciarla sobre el primero que se asomara.

Los dos tipos, en lugar de acercarse, tomaron posiciones seguras y abrieron fuego contra los otros grupos.

Con la sorpresa y la ventaja de la cobertura perdidas, los bandidos estaban recuperando terreno. En la campana nadie se atrevía asomarse, los de la herrería disparaban casi sin ver, Bison y Vera permanecían a la espera de llevarse a alguien por delante antes de desaparecer y el grupo del sheriff estaba siendo atrapado entre dos fuegos. Solo una cosa podría salvarles y el sheriff gritó bien alto.

-¡Jonowl, quítanoslos de encima!

Pero no hubo disparo de respuesta.

Jonowl había disparado después de que los jinetes entraran en el pueblo. Con los objetivos cabalgando entre los edificios, dar en el blanco era considerablemente más difícil. Hirió a un par de ellos pero no pudo quitarlos de en medio, la sed del arma lo dominó de nuevo y disparó sin parar, sin atender al ulular de su compañero que intentaba avisarle de lo que estaba a punto de ocurrir.

Por eso no los vieron llegar, ni él ni Tabitha, quien dirigía sus disparos hacia el pueblo, intentando romper la cohesión del enemigo. Cuando ella escuchó los chasquidos de percutor de revólver ajeno, ya era demasiado tarde. Dos individuos estaban apuntándoles: un tipo grande de pelo largo rubio y barba tiñosa y otro alto y delgado, con una fea cicatriz en el ojo izquierdo. No hizo falta avisar a Jonowl, la voz del segundo individuo lo sacó del trance.

-Tabitha Seanlan, es cierto que ha cambiado, pero tiene el mismo rostro que en la foto.

Jonowl se giró accionando la palanca, con los ojos inyectados en sangre, y antes de liberar la presión del gatillo, un plomo atravesó su hombro derecho, echándolo por el suelo y extinguiendo toda fuerza en la mano del gatillo.

Antes de que Tabitha pudiera preparar su arma, el tipo desfigurado amartilló de nuevo.

-Deje el revólver en el suelo. Con mucho cuidado.

Lo dejó caer a un metro de ella.

-Bien señorita, soy Sam Evans, vengo para devolverle el favor que hiciera a mi hermano Pat, hace ya tiempo.

Hizo un ademán al otro tipo y este se acercó hacia Jonowl, que aferraba el rifle con su mano izquierda, mientras el brazo derecho colgaba inerte. El bandido le golpeó con el cañón del revólver en la sien y lo noqueó.

Tabitha tragó aire y ocultó el sobresalto.

-Oiga, no sé quién es. No conozco a su hermano. No sé a qué viene esto.

-Claro que lo conoce. Lo vio por primera vez en el asalto a una diligencia y se despidió de él, mientras pataleaba colgando de una soga.

Ella comprendió y supo que nada quedaba por decir.

-Lo sé, señorita, usted hizo lo que creyó que era justo. Pues bien, lo mismo estoy haciendo yo ahora.

Sonrió y dio una voz al tipo de la melena rubia. Este se acercó hacia Tabitha y esta sintió el pánico helando sus huesos. Mas, al pasar por el lado de Jonowl, el bandido se quedó mirando el rifle, el contraste de la madera y el metal dorado con aquel magnífico grabado. No pudo aguantarse y lo cogió.

-¡Eh, deja ese rifle! Vamos a hacer lo que veníamos a hacer; cuando acabemos podrás coger todo lo que quieras del pueblo. Pero ese rifle es mío.

-Quédate tú con la chica. No sé lo que quedará en el pueblo cuando acabemos. El rifle está aquí y ahora, así que me lo quedo yo en pago por mis servicios.

-Tendrás de sobra. Si las cosas han ido como esperaba, más de la mitad de los nuestros habrán caído antes de que todo acabe. Los de aquí esperaban el ataque.

-No nos dijiste nada de eso.

-¿Tanto te importa? La victoria siempre ha sido nuestra, una vez eliminada la ventaja, los nuestros harán bien su trabajo; esos hijos de puta tienen mejor puntería que cualquier pueblerino. Mientras tanto, aquí no corres peligro y ahora habrá menos gente con la que repartir. Así que solo tienes que esperar a que todo acabe para recoger lo tuyo, pero debes dejar ese rifle.

El bandido se aferró al arma como un  náufrago a su balsa.

-¡El rifle es mío he dicho!

No se dio cuenta pero estaba apuntándole, notaba la tensión del percutor, la fuerza leve que demandaba a gritos el gatillo para liberar la bala y ofrecer, con una nueva muerte, algo de calidez al frío metal. Quiso seguir hablando pero el índice actúo, instintivo, antes que la lengua. El proyectil salió y, casi a la vez, habló el revólver del hombre desfigurado. El grandullón cayó de espaldas y un hilo de sangre cayó por la comisura de los labios hasta manchar su barba.

El tipo desfigurado se llevó la mano a la sangre que manaba de su costado; mas, consciente de su situación, dirigió su arma rápidamente hacia Tabitha, quien se detuvo a pocos centímetros del revólver. Entonces fue Jonowl quien, sacando fuerzas de pura rabia, saltó sobre el bandido y con su mano derecha asió el mango de su cuchillo, mientras notaba como si un cristal rasgara cada uno de sus músculos. Aguantó el aliento y clavó el filo sobre la carne, cuando el dolor le hizo abandonar el control de su brazo, apoyó la palma de su mano izquierda sobre el mango y presionó con fuerza hasta que la guarda se tiñó de sangre.

El bandido, entre gritos, levantó su revólver hacia Jonowl y un estruendo de pólvora lo calló para siempre. Tabitha estaba de pie, temblando, con lágrimas en los ojos y el Smith&Wesson de 7 tiros humeando. Dejó caer el arma y se acercó a Jonowl, quien la acogió con su brazo y se quedaron aturdidos, mirando a los cadáveres, respirando con brasas en los pulmones, asaeteados por el hormigueo de la tensión liberada. Cuando quisieron darse cuenta de lo que pasaba abajo, decenas de gritos y alaridos llenaban el pueblo.

Se incorporaron y acertaron a distinguir el carro de Ángel junto a DeLoyd y una treintena de guerreros indios recorriendo el pueblo al acecho de los bandidos que, disparando en vano, intentaban batirse en retirada. En el segundo punto más elevado del pueblo, el reverendo y la viuda del desierto movían los brazos enérgicamente, bajo la campana, pidiendo ayuda. Un poco más cerca, frente al saloon, el cuerpo del Dr. Well yacía inerte, mientras un desorientado Bison caminaba torpemente con la mano en la espalda. Más allá, en la herrería, alguno de los presentes parecía haber sido herido.

Jonowl respiró hondo y tragó cuatro o cinco veces hasta aliviar la sequedad extrema de su garganta.


-Tabitha, dime cómo puedo hacer un apaño con esta herida y en seguida me reúno contigo. Me temo que necesitan tu ayuda.

lunes, 18 de mayo de 2015

Preparativos

A los pies de una de las gigantescas columnas de piedra, entre cielo limpio y horizonte abierto, rodeado de polvo, rocas y arena, descansa un pelotón de cuatreros, asesinos a sueldo e implacables buscafortunas de honor ausente. A pocos metros, el traje negro y el rostro herido, están sentados en sillas de verde tapiz, en torno a una mesa de roble lacado, cara botella labrada y copas de buen cristal.

-¿A qué viene tanta tontería? Esto es el desierto, Moodley. Y a los muchachos no les gusta este tipo de diferencias.

El traje de negro se mantenía sonriente, ligeramente recostado. Tomó la copa, bebió un sorbo y esperó a que los vapores se disiparan en el paladar.

-Vainilla, aroma floral y un toque amargo muy ligero, el punto justo para enaltecer la dulzura del caldo...

Apartó la copa, ladeó la cabeza y mantuvo el silencio, hasta que vio en el ojo sano del bandido que nunca obtendría respuesta.

-No son tonterías, Sr. Evans. Es lo justo y merecido a hombres que, como nosotros, están por encima de todo cuanto nos rodea. Cada uno con su estilo, usted mediante las balas y un servidor con medios más sutiles. No se preocupe por el resto, si no pudiera dirigirlos no habría llegado hasta aquí.

Evans rompió la rigidez, cerró el puño en torno a la copa y extinguió de un trago su contenido... alcohol ligero, flojo más bien; ni vainillas ni flores ni el vomitivo punto amargo propio del matarratas de Jake el Cojo.

-Son gente capaz, buenos tiradores y unos auténticos hijos de puta; lo que usted pidió. Estos no se manejan como al resto, no le lloverán halagos ni intentarán estar a buenas con usted. Harán lo que se les pide, de la mejor manera posible, si están de acuerdo con lo convenido. Algunos puede que se la intenten jugar en el momento menos oportuno. Y sí señor, responden mal a estas tonterías, no van a considerarle superior por el hecho de estar aquí sentado, con su mesa y su cristal, como si hubiera domado al desierto. Le considerarán el que da las órdenes mientras tenga dinero; más allá no busque, porque no hallará nada.

Moodley observó atentamente a la tropa. Caras largas, miembros tensos y manos ocupadas en el cuidado de bestias y armas. Estaban más en el siguiente paso que en el actual, pendientes de lo que tenían que hacer. Muchas muescas en culatas y rifles, cuchillos de hojas afiladas hasta la saciedad y empacho de sangre en los mangos. Solo unos cuantos miraban hacia el improvisado tenderete, hablaban entre ellos y afilaban sonrisas, entre tragos.

-Bueno, usted sabrá, al fin y al cabo no seré yo quien haya de cabalgar con ellos. Así pues, vayamos al verdadero motivo de mi visita.

Evans hizo ademán  de tomar la botella para rellenar su copa, mas recordó el sabor y volvió a recostarse en la silla.

-Pensaba que nunca lo diría.

Moodley dejó su copa en la mesa y no volvió a tocarla.

-En primer lugar, enhorabuena por su trabajo con la señora Wilberd, realmente impresionante. En cuanto a lo del sheriff de Oldrock city y su alguacil, quizás pecó de cierto exceso de teatralidad.

-No se mata a un sheriff a escondidas. Una vez salta la pólvora ya da igual todo; cuantos más bandidos vieran, menos ganas tendrían de ir tras nosotros. Los cables del telégrafo están cortados y dejé a tres hombres escondidos por las afueras para cazar “palomas mensajeras”. Eso nos da el tiempo suficiente para hacer lo que queda del trabajo sin visitas inesperadas.

-Ya veo, todo bien atado. Un tanto tosco, pero son sus métodos. El caso es que lo consiguió y es momento de que cumpla mi parte del acuerdo. La señorita de la que le hablé se llama Tabitha Seanlan y se encuentra en un pequeño pueblo unas cuantas millas tras cruzar estas dos magníficas columnas de piedra. Aquí tiene un plano del lugar y una fotografía de ella, ha pasado tiempo, puede que esté un poco cambiada.

Evans tomó la fotografía y memorizó el cuerpo, la cara y cada uno de los rasgos más característicos.   

-Bien, ¿alguna cosa más?

-Ella suele dormir en una cabaña que hay arriba del pueblo, en la arboleda, cerca de lo que era la antigua mina. La acompaña el dueño de la cabaña, una especie de montañés que tiene buen ojo con el rifle.

-Perfecto.

-Ah, recuerde nuestro trato, quiero ese pueblo limpio; cualquier superviviente significa un problema que no puedo permitirme.

-¿Niños?

-¿Acaso importa?

-La gente se pone nerviosa con eso.

-No, no hay niños. Hay más mujeres, espero que no se sientan cohibidos al respecto.

-Déjese de ironías. Eso puede hacerse.

-Pues eso es todo. Solo me queda desearles suerte. Si me permite un último consejo, no los subestime. Otro grupo ya ha caído intentando lo que ustedes están a punto de hacer.

Evans se incorporó, chasqueó la lengua y, mientras se guardaba el plano en el chaleco de cuero, dirigió sus últimas palabras al traje de negro.

-Es usted un tipo listo, Moodley. Si hubiera pensado que el otro grupo iba a conseguir la faena, jamás me habría llamado. Gracias por cansarlos; dentro de poco tendrá un buen motivo para brindar.

lunes, 11 de mayo de 2015

La espera

El sol desaparece tras el horizonte, la luz se desvanece pero las palas continúan cargando polvo y ceniza. Rostros sucios y sudados, labios resecos, miradas turbias y portes pesados. Todos, en silencio, trabajan duro para no dedicar un segundo a imaginar el destino que van a sufrir. Han conocido el terror de la lucha, el dolor y la pérdida que deja la muerte, pero nada supera el vivero de terribles visiones que otorga la espera.

Hacía tiempo que DeLoyd y Ángel habían partido en busca de ayuda... demasiado tiempo. Todos continuaban las tareas de reconstrucción. Solo Jonowl y Tabitha seguían observando el horizonte, desde el puesto elevado en la arboleda, pero ya no buscaban el traje blanco del alcalde ni el sombrero ancho del conductor de la diligencia. Ahora permanecían en su observatorio con la funesta tarea del vigía que sabe que cualquier novedad traerá la desgracia.

Había escalofríos, nervios y sombras en la mente. Las reacciones repentinas y los ojos, cuyas pupilas cristalizaban las almas erizadas, mostraban el cable tenso que recorría a cada uno de los habitantes del pueblo. No se trataba de un susto, un estallido nervioso que, como cuerda de arco tensada, se disipara al pasar el trance. No existía el alivio de la presión ejercida con un fin u objetivo, se trataba más bien de un estado de alerta permanente. Ese peso los iba aprisionando cada vez más hasta el punto de hacerles desear que llegara el final.

El sheriff Nake caminaba sombrío, llevando las maderas que aun podían reutilizarse para que Ralph y los otros pudieran reparar un pueblo que, con total seguridad, iban a perder. Miraba la tabla, quemada por los bordes, y recordaba la misma espera años antes, cuando su vida corría peligro y se vio obligado a marcharse, para ahorrarle problemas al pueblo. Observó al resto de la gente, abatidos pero fieles a sus principios; ahora, al menos, las cosas eran distintas.

Entonces Jonowl dio una voz. Un carro se acercaba por el sur, el lado contrario al que se macharon DeLoyd y Ángel. Ni rastro de peligro, solo una mujer y dos hombres; uno de ellos llevaba ropas de predicador. 

La novedad trajo algo de aire fresco y todos fueron al encuentro.

El sheriff se adelantó y llevándose la mano al sombrero, saludó.

-Buenas tardes caballeros; señora.

Conducía el carro un tipo bajo y corpulento, a su lado iban el predicador y una mujer, en quedo combate por hacerse sitio en el banco. Por la parte del carromato asomaba un perro y las miradas curiosas de dos niños.

-Buenas tardes, sheriff. Mi nombre es Zek. ¿No será, por ventura, este lugar Canatia?

-Así es, reverendo.

Zek se disponía a contestar cuando la viuda del desierto le interrumpió.

-¡Así que este cenicero es el bendito pueblo que nos iba a ofrecer un gran porvenir! ¿No te cansas de equivocarte, papagayo?

El sheriff calló en seco y una sonrisa rompió la palidez de su rostro. El resto de la gente rió ante el estallido de la mujer.

-Mire bien, señora, no deje que el evidente desastre nuble su juicio. Sin duda este no es el pueblo que usted recordaba. Si mira más allá de los escombros verá que hay casas, un banco y hasta parece que aquello es un saloon. Busque en el pasado y podrá valorar las evidentes mejoras que ha habido o ¿acaso ha olvidado el interés que despertaba su documento?

Al escuchar aquello, Edgar se acercó sorprendido.

-Un momento, reverendo, ¿ha dicho documento? No estará usted hablando de una concesión en este pueblo.

-Eso mismo, caballero. Es un documento que tenía el marido de la señora aquí presente y que pasó a su poder tras la defunción del mismo.

-Mis condolencias, señora.

-Gracias caballero, pero ya he llorado suficiente. En cuanto al documento, indica que tengo derecho a un lugar donde vivir; pero aquí el reverendo me habló de un pueblo en pleno desarrollo...

-Vamos, señora, no deje que el desánimo la posea. Nuestro Señor nos salvó de los bandidos y permitió que llegáramos aquí. Sin duda es designio suyo que nos establezcamos y ayudemos a estas gentes.

-Deja de hablar de ese Señor, que más parece tuyo que de nadie, a juzgar por cómo lo invocas una y otra vez cuando te interesa.

-Señora, no me mente al altísimo como si fuera una deidad barata. No olvide que si está usted aquí es porque Fred y un servidor acudimos en su ayuda.

La viuda del desierto abrió los ojos como platos, frunció el ceño y esgrimió el dedo índice contra el ministro del señor.

-¡Será posible lo que estoy oyendo! ¡Jamás les pedí ayuda, ni a usted ni a su amigo! ¡Yo sola hubiera bastado para protegerme de esos tipejos, como he hecho tantas otras veces! ¡Mire señor, se lo dije una vez y se lo vuelvo a repetir; ese dios del que tanto habla me dejó en medio del desierto porque sabía perfectamente que podría cuidarme! ¡Aun le diré más, estoy convencida de que la culpa de que esos individuos vinieran es suya, del mismo modo que es responsabilidad suya que ya no quede ni rastro de mi antigua casa!

Fred soltó las riendas, apoyó la barbilla entre sus manos y miró hacia la gente del pueblo con resignación.

-¡Señora, ya está bien! ¡Comprendo que ha estado viviendo allí sola durante mucho tiempo y que está un poco asilvestrada, pero no debería olvidar que algo en su alma estaba roto ya que era incapaz de abandonar aquel lugar! ¡Tenía miedo, comprende? ¡Miedo porque necesitaba volver a estar en paz tras tanto tiempo sobreviviendo!

La mujer enrojeció de ira, el pelo se le erizó, los ojos fulminaron a aquel hombrecillo y una voz surgió hiriente hacia quien con tanta libertad osaba hablar de ella.

-¡Tú! ¡Tú, reverendo de pacotilla! ¡No vuelvas a permitirte hablar así de mí! ¡Qué sabrás tú de sobrevivir si no es a costa de otros! ¡Como vuelvas a insinuar que tenía miedo, como vuelvas a afirmar que no podía abandonar el que por tanto tiempo fue mi hogar, te volaré la otra oreja y te partiré los dientes como hice con tu amigo!

Ya no se oían risas, todo el público era una fila de bocas abiertas incapaces de asimilar la fuerza que aquella mujer despedía. Fred se apartaba cada vez más, mientras el reverendo, firme como una roca, tomaba aire para disparar su réplica. Pero el sheriff se acercó a ellos, extendió ambas manos e hizo ademán de llamar a la calma.

-Por favor reverendo, señora, tranquilícense. No sé qué diablos les habrá pasado en ese lugar del que hablan pero es evidente que necesitan descansar.

-No sheriff, me temo que la señora es así, está en su naturaleza.

-Oh vamos, habló el santo varón que lo primero que hizo al llegar fue intentar coger mi dinero y el maldito documento.

La indignación rasgó ahora el rostro de Zek, quien encajó airado el golpe y se dispuso a devolverlo.

-¡Maldita sea, cálmense de una vez o los llevo a la cárcel!

La voz del sheriff resonó en todo el pueblo. Fred pareció aliviado. La viuda y el reverendo miraron hacia otro lado dispersando la rabia.

-De acuerdo, ahora que están más tranquilos, dejen que les explique la situación. Ese documento que trae la señora es válido y le ofrece el derecho a un terreno en este pueblo. Aunque nuestro alcalde está ausente, el señor Edgar podría hacerlo efectivo en cuanto quieran y, créanme, nos vendría muy bien un reverendo, pero antes de que decidan nada, me veo en la obligación de indicarles la situación en la que nos encontramos.

Will Nake fue concreto y preciso. Seco y sin las florituras ni los giros propios del alcalde, les expuso la situación y cómo, en caso de quedarse, su vida correría peligro, porque todo parecía indicar que el desastre que alcanzaba a la vista no era más que el anuncio de la verdadera catástrofe.

El silencio volvió a los del pueblo. El mismo silencio que se adueñó de Fred, la viuda y el reverendo. La ira se había esfumado y los ojos miraban al suelo dejando espacio al cerebro para asimilar los cambios.

-Bueno... siendo así... Quizás sea voluntad del señor continuar. Podríamos acudir a algún otro lugar y pedir ayuda, por si su gente no llegara a tiempo.

La viuda miró hacia atrás, en el carro y vio los rostros de los chiquillos y el perro; los cuatro trastos amontonados, y un par de retratos colgados patéticamente de una cuerda a un lado del carro 

-Nos quedamos.

Zek se giró sorprendido.

-¿Cómo que nos quedamos?

-Digo, Zek, que nosotros nos quedamos. Aquí tengo una casa, ¿a dónde voy a ir si no? 

El sheriff intentó buscar las palabras más adecuadas.

-Señora, piénselo bien. Usted no estuvo aquí la última vez, no puedo garantizar su seguridad.

-No es seguridad lo que busco. Lo único que necesito es un sitio donde esconder a los niños hasta que todo pase. En cuanto a ti, reverendo, ya me has traído aquí, has cumplido tu deber, vete pues a donde sea que debas ir.

La respuesta asomaba clara y dispuesta en los labios del reverendo, mas cruzó su mirada con la de Fred y contuvo un segundo el aire. Recordó días antes cómo miraba la concesión de terreno cansado de deambular de un lado a otro, quejándose por el merecido premio que nunca le había sido otorgado.

-Sheriff, ¿es eso de allí una campana?

-Así es.

-Sea. Creo que el señor verá con buenos ojos que nos quedemos a ayudarles, a cambio de que el último piso de esa torre se convierta en una iglesia y allí pueda ejercer este humilde siervo.

-Cualquier ayuda es bienvenida, pero le aviso que ese edificio forma parte del saloon, reverendo; no sé si será lo más apropiado...

-Lo será, sheriff, lo será.

lunes, 4 de mayo de 2015

Cerrando acuerdos


Una capa gris enturbia el cielo y tamiza la luz. No hay viento, ni brisa, ni fuerza que alce las velas. Las densas y pesadas nubes, incapaces de aligerar su peso, siguen ancladas frente al sol, cociendo su vapor y enviando a la tierra una asfixiante atmósfera. Nadie en Oldrock city parece celebrar nada; cruzan la calle sin el alboroto diario, pisan el polvo sin fuerza. Sofocados, parecen intuir lo que se acerca.


Los primeros llegaron por la parte norte de la ciudad. Rostros secos y fieros, miradas decididas y mandíbulas tensas. Cabalgaban al paso, agrupados, llenando la calle de uno a otro lado. Los lugareños se refugiaban en los porches, mientras, cabizbajos, evitaban cruzar miradas con los visitantes. Nadie alzó la voz ni preguntó intención o procedencia. Ese día, más que nunca, la mayoría encontró una razón para regresar a casa.

El segundo grupo entró por el sur. Tan solo cuatro jinetes con ropas buenas, domadas por el viaje. Golpe firme de herradura, resoplido de bestia, músculos tensos de jinete y montura. Los pañuelos tapaban sus caras, el silencio les rodeaba y emitían a su paso un aura tensa, oscura y amarga, rota por el brillo mortecino de las armas.

Fue este segundo grupo el que continuó por la calle principal, dejando atrás las caballerizas, el almacén, el hotel y el burdel de la señorita Inga. Hubo miradas y susurros, siempre a resguardo, ocultos tras vidrios y paredes. Continuaron su recorrido, por la tienda de empeños del señor Schultz, hasta parar frente al sheriff y tres ayudantes que esperaban, armados, a la salida de su oficina.

Los últimos pasos se hicieron eternos, ni siquiera el polvo del camino osó alzar el vuelo. Los representantes de la ley permanecieron quietos, enteros, esperando al alcance de las palabras. Finos cables de acero atravesaban el aire y el aliento contenido de los observantes quedó quebrado por el chasquido de percutores de una escopeta.

-Caballeros, no pienso repetirlo. Bajen ahora mismo esos pañuelos y dejen sus armas.

La respuesta quedó en espera. Los ojos de uno y otro bando escudriñaron al contrario, la pupilas se movían frenéticas mientras las mentes analizaban las opciones, tanto de aliados como oponentes. Un segundo después, uno de los cuatro jinetes se adelantó con un papel en la mano, bajó su pañuelo, miró con su ojo desfigurado y rasgó con su voz el espacio existente entre él y el sheriff.

-Usted debe ser el sheriff Rob H. Sugart. Y, si no me equivoco, ese de ahí es Ed Harrigan.

-Los mismos. Ahora dejen sus armas o vacío estos dos cañones sobre sus caras.

Es posible que sonriera, quizás fue un acto reflejo o algún tipo de aviso a los suyos; la verdad es que cuando el sheriff apretó el gatillo, tenía ya una bala alojada en la cabeza. Las postas se dispersaron a un lado, hiriendo a uno de los jinetes. De los tres ayudantes, los dos más expertos tardaron instantes en reaccionar, el tiempo justo para que el plomo acabara con ellos. El último permaneció apuntando, rígido, con un vendaval en las entrañas, hasta que otro disparo le otorgó el descanso.

El estruendo de pólvora aun resonaba entre las casas cuando el primer grupo avanzó al galope, desde el norte, hacia sus compañeros. Retumbaron los cascos, aullaron las voces y recorrieron el lugar acercando la muerte a todo aquel que osara mostrarse.

Cuando el polvo se dispersó, solo los agujeros de bala en maderas y cristales evidenciaban el paso de los jinetes. Tardó la gente en salir, animada por la lejanía del temblor en la tierra, en acercarse a los cadáveres del sheriff y sus ayudantes y ver sobre ellos un papel en el que aparecían escritos dos nombres.

A lo lejos, en dirección suroeste, podía verse la nube de polvo bajo el cielo gris de aquellos jinetes depredadores dirigiéndose hacia su siguiente presa.

Más allá un carro atravesaba el desierto de vuelta a casa, mientras otro cruzaba el umbral de un nuevo hogar coronado de cenizas, ruinas y desconfianza.