lunes, 30 de marzo de 2015

Prendiendo la mecha

Golpes en la oscuridad, metal pesado entrechocando; mazazo de aldaba que arranca del sueño. A tientas se calza, cruje legañas al abrir los ojos, camina errático y, aun enfocando imágenes, abre la puerta. Con la luna a la espalda, levemente iluminada por el farol de la entrada, aguarda una figura alta, cabizbaja, de sucias botas y sombrero viajero entre las manos, a la altura de la cintura. Levanta la cabeza y un hondo surco, rasgando el ojo derecho, aparece en su rostro.


Preguntar, cerrar la puerta, pedir auxilio, atacar... parpadeo de duda interminable.

La figura apartó el sombrero y en su mano derecha brilló un revólver.

Entonces todo quedó claro. Miró hacia atrás, tomó aire y el frío cañón ahogó el grito.

-¿La señora?

El joven, en medio de la sala, protegido únicamente por su pijama de algodón, hizo señas con los ojos hacia arriba de las escaleras.

La figura emitió un siseo y dos hombres más cruzaron la puerta, llevaban sombreros de ala ancha y un pañuelo bien atado dejando solo los ojos a la vista.

-Ocupaos del servicio, vigiladlos y si escucháis un disparo, ya sabéis lo que hay que hacer.

Hablaban una extraña mezcla de susurros y gestos, parecida a la empleada por los indios en los tiempos de cacerías y capturas.

Comenzó a caminar escaleras arriba, ignorando el ocasional crujido, pisando más fuerte cuanto más cerca estaba. Y un leve temblor brotó de dentro de la habitación.

-¿Quién es? ¿Tom, eres tú?

Se detuvo y dejó que las palabras colgaran de un cable en medio del silencio. Escuchó pasos suaves de pie descalzo y el crujido callado de alguien apoyándose en la puerta para escuchar. La presión fue disuelta y una mano giró lentamente el pomo.

Esperó hasta el primer resquicio para empujar con fuerza y entrar en la habitación, mientras la señora, en camisón, intentaba recuperar el equilibrio.  Aprovechó para desarmarla y se alejó de nuevo un par de pasos, hasta cerrar la puerta con la espalda.

-Señora Wilberd, haga el favor de ir a la cama y apagar la lámpara.

-¿Quién es usted? ¿Cómo se atreve?

Él la reprobó con un gesto y alzó el revólver amenazante. Después, volvió a hablar con tono amable.

-No levante la voz, la oigo perfectamente. Ahora, haga el favor de apagar la lámpara y quedarse sentada en la cama, frente a la ventana, donde pueda verla.

La señora Wilberd decidió ganar tiempo para analizar la situación. Obedeció tranquilamente, mientras se obligaba a expulsar el eco del sobresalto y a recuperar la entereza. Se arregló como pudo el pelo, se echó por los hombros una de las sábanas y se dirigió a él con dignidad.

-De acuerdo, señor, ¿podría decirme ahora el motivo de su visita?

Él la escuchaba y la vigilaba por el rabillo del ojo, pero en todo momento perdía la mirada a través de la ventana, en las oscuras calles de la ciudad donde un joven avisaba a un policía e iba corriendo con él hasta perderse en la selva de edificios.

-Soy Sam Evans, el hermano de Pat, ¿le dice algo eso?

El nombre solo produjo desconcierto.

-¿Debería sonarme?

-Él hizo un trabajo para usted, hace tiempo. Un susto a una joven y el robo de un arma, un rifle de un caballero viudo a quien nadie echaría de menos...

Entonces sí. Los ojos fueron los primeros en cambiar; después vino el rostro, ejecutando el gesto placentero que surge al hallar la respuesta, para después oscurecerse al comprender la naturaleza de la misma.

-Nada le ocurrió a su hermano, al menos aquí.

-Pero no gracias a usted, ese rifle iba a ser su primer escalón del cadalso. Y, por si le interesa, sí murió, ahorcado; la joven que usted quería escarmentar le delató.

-Pero, señor Evans, no veo qué pueda hacer yo al respecto. Lo único que puedo ofrecerle es dinero; quizás así podamos arreglarlo.

Afuera la calles seguían vacías, con el titilar leve de algún farol y más sombras que vida. Arriba, las azoteas se recortaban en negro contra el brillo nocturno de la luna.

-De acuerdo, arreglémoslo entonces.

-Ahora no dispongo de gran cantidad, pero hay joyas...

Sam seguía atento a la ventana. Como un halcón, sobrevolaba todo el barrio, escudriñando el mar de tejados y azoteas.

-¿Cuánto?

-Unos mil dólares.

Pareció distinguir una sombra, haciendo equilibrios en la noche... nada... puede que fuera una falsa alarma.

-Vamos señora Wilberd, alguien de su posición debería disponer de algo más de mil dólares.

-De acuerdo señor Evans, veo que sabe insistir, hay una caja fuerte en el piso de abajo...

No, ahí estaba, una sombra claramente definida. No quedaba ninguna duda, solo faltaba esperar que todo se confirmara.

-Eso suena bien, ¿cuánto en el piso de abajo?

-Dos mil, puede que tres mil. También hay alguna pieza de oro. Amigo hoy está usted de suerte; llévese todo cuanto quiera y dejemos este asunto zanjado. ¿Qué me dice, vamos abajo?

Vio un par de chispas y adivinó el pulso de una llama. Casi pudo escuchar el chirriar metálico de la portezuela de la linterna.

-No.

-¿No? ¿Por qué no, señor Evans?

Al fin, la llama lamió la mecha impregnada de combustible. Pronto se halló cómoda y creció entre los cristales hasta brillar clara y nítidamente. Entonces, la sombra movió la linterna en la cadencia acordada y Sam se giró hacia la señora Wilberd. Levantó el arma y expulsó de un fogonazo la bala de plomo que acabó alojándose en su cráneo, haciendo que la mujer cayera sobre el colchón con el rostro congelado un instante antes de asimilar la sorpresa. Un segundo después, tres disparos más sonaron en el piso de abajo.

Cuando Sam bajó las escaleras, todo estaba ya dispuesto para la huida.

La policía detuvo un coche cerca de las afueras, habían derribado al cochero de un tiro en la espalda, justo en el momento en que intentaba abandonar el transporte para subirse a un caballo. Dentro del carruaje encontraron los cadáveres del servicio de la señora Wilberd. No tardó en descubrirse el cuerpo de la mujer.

A la mañana siguiente, los periódicos hablaban de la muerte de la señora Wilberd. Todos guardaban silencio y una suerte de indefensión atravesó sus mentes como dolor frío de metal agudo. Muchos se apenaron y muchas deambularon perdidas, vacías sin orden ni organización. De viva voz se escuchaba el lastimero “pobre mujer”, pero por dentro se sentía el dramático “la reina ha muerto”. Hubo quien no supo cómo encajarlo, quien creyó ver caer la fuerte estructura que ellas crearon. Y hubo quien decidió que era el momento de tomar el trono, quizás demasiadas, pues cuando hay un único objetivo cualquier candidato se convierte en multitud. Aquel vacío generó una guerra lejos de las calles, los campos de batalla o los territorios salvajes. Una guerra que se libraría en la iglesia, los mercados y vecindarios. Una guerra que nadie percibiría a simple vista pero que estaba a punto de sacudir los cimientos de la ciudad.

Aquella mañana, en uno de los clubes, un caballero plegaba un periódico tras ojear solo la primera página. Se despidió con educación, cogió su bombín y su bastón negro y salió sonriente a disfrutar del día. Respiró hondo y miró hacia arriba, al disco que brillaba, en el limpio azul, grande, brillante y dorado.

lunes, 23 de marzo de 2015

Señuelos

Fango, hierbas, rocas y tierra. Agua corriendo entre árboles y peñas. Llueve a cántaros, el viento azota y cruje bronco el cielo entre relámpagos. Los caballos relinchan, la madera rechina, las ruedas cortan los charcos, el conductor grita y el pasajero, a resguardo, observa atento y apunta. Cuatro jinetes sombríos, de gatillo fácil y orgullo herido, dieciséis pezuñas que arrancan el barro y cabalgan a todo galope por el perfil de la montaña.

Well sacudía las riendas y alzaba su voz por encima de los truenos. Notaba el calor del licor evaporándose en su cuerpo, en el sudor acumulado y en las bocanadas de humo exhaladas con cada grito. Con el cuero bien firme en la mano, clavaba la vista en el camino, vigilando el agua que caía por la ladera a su izquierda y que saltaba al vacío por su derecha. Atento a cualquier charco o acumulación de fango, tirando de los caballos en el momento preciso para dejarlos libres segundos después. Siempre más rápido, pensando solo en la próxima curva, en cómo alcanzar la distancia haciendo frente al siguiente obstáculo.

Jimmy aguardaba detrás, medio a cubierto tras la mitad inferior de la puerta trasera, con el revólver amartillado en mano, intentando aunarse con el vaivén y el traqueteo. Sentía el choque del frío húmedo del exterior contra el abrasador latir de la sangre y los nervios erizados manteniendo el cuerpo preparado para la acción. 

Los jinetes se acercaban, aullando; sus bestias babeaban y resoplaban con los ojos inyectados en sangre. Apenas podían distinguirse sus caras, amasijos de pelo y carne enmarañados, sombreros caídos ante el peso del agua, filas amarillentas de dientes y ojos hundidos tras la lluvia y la sombra. El primero de ellos se enderezó sobre la silla, soltó una de sus manos de las riendas y comenzó a desenfundar mientras el pulgar presionaba el percutor. Jimmy lo vio y no esperó más, dirigió el cañón y una de las ruedas tropezó con una piedra mandando la mitad del carro al aire y el proyectil a unos centímetros de su destino; no sabía adónde había dado, pero había visto sangre.

El carro volvió al suelo y fueron las otras ruedas quienes saltaron. Well corrigió el desequilibrio y el siguiente vaivén, hasta que volvió a la frágil estabilidad del acelerado ritmo de la carrera. Girándose solo un poco, sin liberar la atención del camino, habló con fuerza para que Jimmy le oyera.

-¡Tenga cuidado, los queremos vivos!

-¡Iba a dispararle cerca, sin darle, para que mantuviera la distancia. Había desenfundado!

-¡No se preocupe, Jimmy, ellos deben estar atentos al camino, a su animal y al arma que empuñen! ¡Demasiados frentes para apuntar con eficacia! ¡Usted en cambio solo tiene que apuntar y mantenerlos lo suficientemente alejados!

El viento llevaba las gotas a su cara; Well resoplaba expulsando el agua rota. Una nueva curva se acercaba con fango caldoso y un par de raíces de corteza mojada y resbaladiza. Dejó de hablar, tiró de las riendas y se dispuso a abordarla asegurando el paso de las ruedas.

Los jinetes habían aflojado un poco, se reagruparon para asegurarse de que su compañero estaba bien. Este fue el primero en azuzar de nuevo al caballo, tenía un brazo manchado, herida en el hombro de seguro molesta, pero indolora mientras el cuerpo siguiera en guerra.

La curva se acercaba y el carro aminoró parcialmente la marcha. Los jinetes volvían de nuevo a la carga y aullaban hambrientos de heridas y sangre. Jimmy disparó un par de veces, manteniendo la distancia. Entró el carro en la curva y restallaron de nuevo las riendas, ambas ruedas toparon con las raíces y, con el salto, un tercer disparo acabó en el cielo.

-¡No me preocuparé si dejas de dar esos botes, maldito viejo!

Continuó el chasquido del cuero y el retumbar ya ronco de la voz del guía, exigiendo a los cascos un nuevo esfuerzo. Atrás, los jinetes llegaban a la curva, espolearon a sus bestias y sobrevolaron el fango: un par saltaron las raíces, otro las cruzó con destreza y el último juntó herradura y corteza y resbaló la pata, perdió el equilibrio y animal y jinete saltaron con el agua hacia el abismo.

-¡Doc, hemos perdido uno!

-¿Cuál?

-¡El pinto! ¡Ha caído en la curva!

-¡Importan los otros! ¡Guarda  la distancia, pero mantén el hambre de caza!

Venas de luz surgieron del gris oscuro y, con el retumbar de truenos, algunos fogonazos brotaron de entre los jinetes. Los plomos volaron cerca pero ignoraron al blanco.

-¿Dónde está Lily?

-¡Ya queda poco! ¡Desde aquí puedo oler su níveo cabello, su grácil cuerpo y el tono dulzón de...!

Jimmy pestañeó tres índices y dos pulgares y las balas silbaron entre los jinetes que aminoraron lo suficiente para saberse intactos y lanzarse de nuevo al ataque.

-¡Déjate de idioteces, no vaya a errar de nuevo un tiro!

-¡Vamos, Jimmy, un poco de alegría! ¡Grite, libere el ansia! ¡Sea uno con la tormenta, que la lluvia limpie su rostro, refresque su mente y aclare las ideas; que los relámpagos carguen su alma y los truenos muevan sus entrañas! ¡Viva, joven Jimmy, viva lo intenso del momento y estalle si es necesario, que tiempo habrá para la calma!

-¡De acuerdo, maldito borracho, yo grito y me acuerdo de los muertos del mundo, pero no deje de darle a las riendas que las balas se acaban y estos se acercan!

La pendiente disminuía; las últimas curvas hicieron patinar al carro ligeramente, pero Well parecía estar por encima de todo; borracho como una cuba, reía como un loco, por encima del bramido celestial, mientras cruzaba los últimos metros. Cuando pasó el punto indicado sus ojos sabían a dónde encontrar a Lily, al sheriff y a la partida que habían formado. 

Jimmy concentró las últimas balas y los jinetes aminoraron lo suficiente como para que Lily y el sheriff pudieran hacerse con ellos.

Well se puso en pie en el banco del carro y abrió ambos brazos en cruz a la vez que gritaba a pleno pulmón “¡Lo conseguimos, joven Jimmy!, ¡maldita sea, aquí llegan los últimos canallas!”. Tras eso, un chasquido surgió de su garganta y la afonía se apoderó de él.

Llegó el reparto. Wilbur y los McKenzie. El sheriff puso los carteles sobre la mesa y los números sumaron una cantidad más que sugerente.

-Bien doctor, tal y como acordamos, aquí tiene una carta de recomendación para su amigo, a nombre de Jimmy One. Viendo las capturas realizadas hasta yo mismo le ofrecería un puesto si no estuviera debidamente ocupado.

Jimmy asintió agradecido y echó un vistazo a Lily, quien sonreía feliz pensando ya en un lugar al que poder llamar casa.

-Y aquí tiene el indulto. Sepa que sigue sin parecerme del todo bien, pero debo reconocer que ha hecho un servicio a la comunidad y que este dinero, junto con la otra donación acordada, será debidamente utilizado. Bienvenido, pues, de nuevo a la sociedad, señor Well.

Jimmy quedó estupefacto viendo cómo el dinero de la recompensa y las bolsas cedidas por Well se perdían en los cajones del sheriff. El mismo fantasma en la garganta tenía Lily, que enmudeció mientras el Dr. Well se apresuraba a dar las gracias al sheriff y conducía a las dos figuras rígidas hacia el carro.

Cuando Jimmy intentó hablar, Well le dio el papel de demanda de un ayudante de sheriff para Canatia. Este miró a Lily y subió, blanco, al carro; con el papel arrugado en la mano y la cara desencajada. Well, pese a su afonía, no dejaba de hablarles, de decirles lo bien que habían salido las cosas, el futuro que tenían por delante; que por fin se había actuado correctamente y que tenían suerte de haber vivido una experiencia así y seguir en la tierra para contarlo. Sacudió las riendas y dio la voz de marcha, para después continuar explicando las posibilidades que se abrían ante ellos, una vida de paz y tranquilidad, donde recordar todas estas aventuras vividas al amparo de la noche y las estrellas... una charla continua llena de hermandad y amistad, de valores y futuro, que intentaba, por todos los medios, desterrar al rincón más lejano el asunto del dinero. Utilizó todo su repertorio y lo más granado de sus capacidades, mas cuando al fin hubo acabado y dejó un momento de respiro, a una joven albina le hirvió la sangre.

-¡Diez mil demonios rasguen tu carne, maldito borracho hijo de un cadáver, viejo decrépito de lengua floja! ¡Sigues vivo porque ni la soga quiere tocar tu cuello! ¡Vas a sufrir cada dólar que hemos perdido! ¡Pienso vaciar delante de ti hasta la última botella de ese maldito matarratas que bebes! ¡Quitaremos los caballos y tirarás tú del carro! ¡Quiero verte llorar oro! ¡Cada vez que pasemos hambre, cada sed que no se sacie, la pagarás mil veces! 

-Lily... -dijo Jimmy en un tono extrañamente calmado-.

Ella se giró con los ojos encendidos, el pelo erizado y con una voz aguda y fría, como filo de sable, contestó cortante:

-¿Qué!

-Allí debajo tienes la escopeta...

lunes, 16 de marzo de 2015

Cuentas pendientes


La noche engulle el páramo infinito, mientras los ojos caen en la trampa solitaria de las luces de un pueblo. Dos faroles iluminan el edificio rectangular de dos pisos y puertas abatibles. De abajo surgen humo, risas y voces; arriba, entre cortinas, alguna silueta desprende sus ropas, mostrando sombras de mercancía con cadencia carnal de goce y disfrute caro. El pasen y beban, coman y folguen; aprovechen el tiempo, pues es para disfrutarlo.


Apoyó su mano huesuda en una de las puertas y empujó la otra con la empuñadura de su bastón. El murmulló no cesó, la música continuaba y los parroquianos seguían rodeando a un tipo espigado de sombrero recto, ancha mandíbula angulosa y porte severo. 

Estaba en pie, apoyando una de sus botas en el taburete del pianista y seguía narrando con voz cavernosa entre ademanes sutiles y la atención del público. Echó una mirada fugaz a Moodley, apenas un segundo, antes de continuar su charla. Nadie pareció advertirlo.

Moodley se acercó a una de las mesas, sin dejar de mirar a aquel tipo y captó un par de miradas fugaces más. Apartó la silla, tomó asiento y alzó el bastón buscando la atención del barman. Este le dijo algo, pero ante la impasividad de Moodley, el hombre se acercó a regañadientes.

-Le digo caballero, que aquí es costumbre pedir en barra. Luego usted ya se lleva lo que quiera a la mesa.

Bajó el bastón, apoyó su mano derecha sobre él, cerrando levemente el puño. Ladeó un poco la cabeza y, con una amplia sonrisa, sacó un par de monedas de su bolsillo izquierdo. 

-Ahora que está usted aquí ya no es necesario. Un bourbon por favor.

La queja asomó en el rostro, mas el brillo dorado tornó toda amargura en sincero agradecimiento; una leve reverencia brotó, involuntaria, y varios ofrecimientos surgieron de sus labios, antes de marcharse con ligero trote alegre, para regresar con la mejor bebida del lugar.

Moodley bebió a pequeños sorbos, paladeando las espirales de matices, hasta que encontró el momento adecuado. Entonces, dejó a un lado el vaso y, alzando la voz, se dirigió al narrador.

-Así que es usted Frank Rellim.

El narrador intentó ignorarlo, pero los parroquianos comenzaron a desviar su atención. 

-El mismo -contestó obligado- y tú, ¿quién eres?

-Puede llamarme Ernest P. Moodley.

-Pues bien, Ernnie, si quieres puedes quedarte aquí a escuchar con el resto. Sino, no interrumpas más.

-No hay nada que no haya escuchado ya. Conozco todas sus andanzas. Admiro su entereza, su fuerza y la naturalidad con que trata la violencia, nada desagradable ni sucio; trabajos honestos de un alma sincera y decidida. Un historial impecable, salvo por un asunto...

-Mira Ernnie, no tengo ni idea de qué estás hablando, pero si no quieres tener un problema será mejor que te expliques o calles de una vez.

-Hablo de un asunto que dejó pendiente en este pueblo... dicen que se le escapó una estrella.

Frank quitó el pie del taburete, apartó los faldones de su chaqueta y puso las manos en la cintura, dejando a la vista un par de revólveres de empuñadura de nácar con la cabeza de un lobo grabada en ellas. Los parroquianos se apartaron dejando paso libre entre Rellim y Moodley, quien, sin inmutarse seguía sentado.

-Déjate de mierdas y habla claro. Si hablas del sheriff Nake, se marchó. Huyó antes de que yo llegara.

-No acostumbro a dar nombres. Pero tengo entendido que en el asunto del que le hablo, usted no estaba solo; no así como su oponente, quien, pese a requerir la ayuda de las buenas gentes de este pueblo, no obtuvo el más mínimo apoyo.

Se escuchó un silencio incómodo, hubo miradas furtivas, quejas retenidas y rostros avergonzados.

-Éramos tres, pero yo solo hubiera bastado; contra él y contra cualquier señoritingo que se las dé de listo.

-Por favor, no se enfurezca. En mí no tiene a un adversario, no tendría ninguna oportunidad; sino a un admirador. Yo solo vengo a defenderle, pues la gente habla y dice que ya no hay sangre en esas venas, que las copas y alabanzas lo han domesticado y que ya no recuerda el olor de la pólvora, ni el latido del peligro haciéndole sentir vivo. Hay quien dice que cuando dejó a medias ese asunto, algo cambió en usted.

-Eso son tonterías. Nake huyó como el cobarde que era, y fui yo quien me quedé en su pueblo.

-Aun así, las amenazas incumplidas pesan en almas tan bravas como la suya, ¿no es cierto? ¿Cómo no fue tras él?

Frank se quedó sorprendido, sin saber que responder. Miró a su alrededor y soltó una carcajada, fuerte, que inundó la sala. El trueno tuvo su efecto y mandó al infierno toda tensión.

-¿Y perseguirle por todo este condenado país? ¡Estás loco, Ernnie! No pienso gastar ni un centavo en ese asunto.

-Eso tiene fácil solución...

Moodley buscó en los bolsillos de su chaqueta y sacó unas bolsas que al caer golpearon fuerte en la madera.

-Oro de una de mis minas y la dirección de ese asunto del que le hablaba. Le dije que venía a ayudarle. ¿Qué me dice ahora?

Frank observó las bolsas y a los parroquianos. Miró hacia el sitio en el que día tras día pasaba las horas, ahogadas en alcohol, contando su vida; una y otra vez, caído en un cepo abandonado por Will Nake y que él solo se había puesto, el día que aceptó quedarse allí. Sintió la vergüenza de la domesticación, la añoranza del riesgo y algo de entre sus entrañas pronunció un claro “De acuerdo”.

En aquel momento se abrieron las puertas y una silueta con brillo en el pecho entró, escopeta en mano. Tras él, uno de los parroquianos caminaba tímido y cabizbajo.

-Está bien. Frank, ¿qué pasa aquí?

-Hola sheriff, aquí Ernnie y yo estábamos hablando de negocios, nada que deba preocuparte.

-Sabes que no quiero problemas en este pueblo. Cualquier asunto que tengas que arreglar, hazlo fuera.

-De eso mismo hablábamos, sheriff, de eso mismo.

Moodley se levantó y tocó el ala de su sombrero al pasar junto al joven sheriff. Una vez ya en el porche, se paró y, antes de continuar, se giró un momento.

-Ah, esta vez estará más que justificado que viaje en compañía. Su amigo ha encontrado a gente más dispuesta que la presente. Vaya preparándolo todo, tendrá noticias mías en breve.

lunes, 9 de marzo de 2015

Designios

Apenas un claro, con cuatro edificios, perdido entre árboles. El pueblo de nadie, donde los proscritos encuentran su hogar. La sombra atardece y se mezcla el frescor de lo verde con el olor del alcohol, los gritos de los borrachos y los disparos: algunos al aire, otros alojados en carne. De uno de esos antros sale un hombre de dios, contando dinero, mientras su atento seguidor cuida sus espaldas con el rifle cargado y la prudencia en los ojos.

Se acercaron a los establos y Zek pagó la cantidad para recoger sus caballos. A pocos metros, un par de hombres conversaba con el típico tono que invoca la curiosidad. Intentó aguzar el oído mas le fue complicado descifrar la información; y, ya demasiado viejo, conocía el peligro de las palabras quebradas y de cómo estas deforman las intenciones de los hablantes.

-Reverendo, cuanto menos tiempo pasemos aquí, mejor. Esta gente no es de fiar y, si han pagado por los barriles, poco tardarán en intentar recuperar su fortuna.

-Algo tramaban esos dos, Fred. No sabría decirte el qué, pero sin duda es importante si en un sitio donde hasta los tímidos truenan debe susurrarse. Teme al ángel cuando venga con la espada en llamas, pero tiembla más aun cuando sea el demonio quien se acerque sin mostrar su ansia.

El hombre llegó, con las bestias limpias, atadas al carro. El Reverendo le dio las gracias y deslizó algo de dinero en su mano.

-Disculpe, ¿no recordará por casualidad de qué hablaban aquellos dos caballeros?

El hombre observó el lugar, rascándose el mentón y extendiendo de nuevo la mano.

-Quizás por casualidad...

Dos monedas más cambiaron de dueño y el brillar del metal pareció aclarar la memoria.

-Ya han pasado varios con el mismo cuento. Hablan de una viuda que vive a unas cuantas jornadas de aquí, en medio de la nada: la mujer del desierto, la llaman. Algunos la conocen por ser la primera casa que aparece tras la arena y ofrece, a cambio de poco, algo de comida. Unos dicen que vive sola, otros que con un perro y no falta quienes cuentan que al morir su marido perdió esta el juicio y continúa aferrada a su cadáver corrompido.

-Yo estuve allí, comí en su mesa y no hubo ningún cadáver acompañándonos. En cuanto a su información algo falta. Nada de cuanto ha contado merece la pena abandonar un trago ni emprender camino a ritmo nocturno y callado. Espero, por tanto, que esto alumbre algún otro recuerdo.

Dos monedas más cayeron en la mano y la lengua se volvió a soltar.

-El caso es que últimamente se lleva hablando de un lugar, un pueblo llamado Canatia. Hay revuelo, nadie sabe el porqué, pero hay gente influyente metida en el asunto. Y Bob Morgan, uno de los dos que estaban aquí, escuchó decir que el marido de la mujer del desierto tenía un papel, una especie de concesión, para ir a ese pueblo. Al parecer ese papelajo se paga muy bien. No sé si será verdad o no, pero si Morgan va para allá, no me gustaría estar en el pellejo de esa señora. Mire reverendo, hay cosas que es mejor dejarlas estar, existe gente que no atiende a razones, que no tienen el más mínimo decoro ni escrúpulo; Bob Morgan es el padre de todos ellos.

El reverendo se despidió mientras Fred subía al carro. Soltó el freno, sacudió las riendas y emitió la voz de marcha.

Poco después, Fred se prometía no abrir la boca, pues cada vez que preguntaba le llegaba, con la respuesta, la certeza absoluta de que andaba errado. Mas conforme veía las montañas y los verdes valles alejándose e iba apareciendo en su mente el horizonte arenoso y el aire implacable de un sol abrasador, las palabras brotaron por sí solas.

-Reverendo, ¿por qué damos la vuelta? ¿Por qué regresar a un pueblo del que hemos robado todo su alcohol? Explíqueme, diga algo porque esta vez no se me ocurre razón alguna.

-Fred, tranquilo, no vamos exactamente por la misma senda. Además, no hables de robar; pues nos limitamos a tomar lo que aquella gente detestaba. Aun así, en el supuesto de que guardaran algún rencor en sus corazones, ¿quién en su sano juicio se arriesgaría a desandar su camino?, ¿dónde buscas al fugitivo, en la ruta de la huida o en la de regreso?, ¿no crees que de buscarnos lo harían siguiendo el camino que tú planteas?

-Sí que lo creo, porque es lo más conveniente. Podríamos...

El reverendo, levantó la mano, sellando a su compañero y continuó.

-Van a caballo y el tiempo que ganamos la última jornada viajando de noche, lo perderíamos tarde o temprano. Debes detectar los momentos en que parece que esté todo perdido, cuando tus capacidades no dan más de sí y reconocerlos, no para darte por vencido, sino para cesar el esfuerzo e invocar a la providencia divina y el ingenio. Ahora mismo, nuestro mejor rumbo es ir directo al peligro; tan hambriento está el diablo que nunca busca almas en el infierno.

Fred siguió con la mirada fija en el camino, concentrado en el cabeceo de las bestias, mientras asimilaba palabras, ideas y posibilidades. Buscó a tientas su rifle y se encontró un poco más seguro.

-Es por el papel, ¿verdad?

-¿El papel?

-La concesión de la que hablaba aquel tipo. El mismo papel que intenta conseguir el tal Morgan.

-Una viuda sola, en la costa de un desierto, ha conseguido salir adelante pese a las circunstancias. Toda una vida dedicada a sobrevivir, a la autosuficiencia; resistencia, ímpetu y tesón. Magníficas cualidades que el señor puso en ella en el mismo momento en que quedó desamparada. Una planta dura y fuerte que encuentra acomodo donde nadie lo haría. Un faro que acoge al perdido; fueron tus labios quienes bebieron y tu propio estómago quien calmó el hambre en su casa. ¿Es justo que tan bella creación se vea truncada por la codicia del ser humano?

Fred apoyó el mentón en el cañón del rifle, tomándose su tiempo y se giró hacia el reverendo. Esta vez no dijo nada, pues aquellas batallas las tenía perdidas, se limitó a mirarle hasta que la máscara perdió consistencia.

Zek notó el largo silencio y sintió la falta de respuesta.

-De acuerdo, Fred, también vamos por el papel.

lunes, 2 de marzo de 2015

La feria

Esgrime la pluma firme en la mano. Mira, vago, el libro de cuentas. Barba y bigote, sin la cera que los atiesa, caen lánguidos hasta la boca del estómago. Y sigue en trance hasta que una gota de tinta rompe el orden del papel en blanco. Cierra el libro de un golpe expandiendo la mancha, devuelve el útil a su tintero y observa la bolsa, repleta de dinero, en medio de la mesa. Acude de nuevo a las últimas palabras; sencillamente no puede creerlo.

“...Así es, le ofrezco a Vera O'hara y a Kornelius, dinero más que suficiente para cubrir sus deudas y un lugar donde hacer fortuna. Solo tiene que satisfacer su sed de venganza, demasiado tiempo postergada... trabaje para mí y la noche volverá a ser tiempo de descanso...”

Se había levantado sin esperar reacción alguna, dejó la bolsa y se marchó tan repentinamente como había llegado. Se detuvo solo un segundo, justo antes de abandonar la tienda, para coger su bastón, ponerse el bombín y decir sus últimas palabras:

“No se moleste en contestar; ya sé la respuesta. Esté atento a los periódicos, cuando su actual valedora caiga, será el momento de que comience a actuar.”

Intentó contar el dinero, pero el remolino de información engullía las cuentas. Las frases entrechocaban, agolpándose, e intentaba desgranarlas una a una, para poder enfrentarse debidamente a los hechos. 

“Es impensable que alguien pueda acabar con la Sra. Wilberd, pero si ese tipo deja todo ese dinero como quien da unos pocos centavos, bien puede haberlo arreglado... y ¿cómo sabía lo de las deudas?... ¿y lo de Vera y Kornelius?... Moodley; contigo o contra ti, ¿verdad? Un momento, hará un par de meses que acude menos gente a las funciones... ¿Cuándo se escaparon los malditos chinos?... y esos moralistas que hace poco que vienen a estorbar... demasiados cabos... Y, delante, mucho dinero y el dulce bálsamo de la venganza. Vamos Andrew, sé listo, tienes mucho que ganar; ¿acaso no quieres ver el rostro frío de esos dos? Recuerda el día que te apuntaron, como si fueran algo más que insignificantes piezas de feria. Eso es, en esa bolsa tienes el arma de tu venganza.”

Se levantó y llenó el aguamanil. Se lavó a conciencia, dejando que el frescor aclarara las ideas. Se puso el traje de ceremonias, se colocó el sombrero y enceró la estrella de cuatro puntas de su bigote y barba picuda. 

Fue a la sala donde descansaban los suyos y les despertó lanzándoles monedas. El gigante, con el eterno recuerdo de su maquillaje azul, miraba embobado las monedas y la sonrisa dorada de su señor. El resto de freaks abrieron los ojos como platos y acudieron ante la llamada del amo.

-Tomad, aquí tenéis parte de lo que siempre fue vuestro. Este es el pago justo por vuestra dedicación y empeño. Y había más, mucho más; pero los perros traicioneros que nos abandonaron se lo llevaron. ¿Acaso no os acordáis? Se marcharon, llevándose todo lo que estaba guardando para vosotros, y se atrevieron a amenazarme, a mí que me encargué de que jamás les faltara algo en el plato. Él lo vio.

El gigante asintió mansamente, evitando la mirada de ira y el dedo acusador.

-No temáis, sé que fueron malos tiempos. Sé cuánto dolieron los castigos, pero con su huida pusieron algo de veneno dentro de cada uno de vosotros, que solo con sufrimiento se consigue extirpar. Hay hechos que llenan la cabeza de absurdas esperanzas que no hacen sino aumentar el quebranto amargo al revelarse inalcanzables. ¿A dónde hubierais ido?, ¿dónde hay sitio en esta sociedad para seres como vosotros? Ellos jamás os verán como yo, se maravillan al saberos encerrados, pero temen y desprecian la idea siquiera de veros libres caminando por las calles junto a sus hijos y mujeres. Solo hay una cosa que esta sociedad respeta, y es esto mismo:

Andrew metió las manos en los bolsillos y sacó los puños llenos de monedas.

-Con esto no hay monstruos, no más hombre-bestia, sino el Sr. Tadeus Free; pues, ¿quién se fija en los rostros, teniendo delante el oro? Ponía yo, todo mi empeño en conseguir, no ya vuestra inserción en la sociedad, sino la superioridad ante aquellos que se creen mejores simplemente por ser mediocremente iguales.

Los rostros se mantenían fijos en el brillo del metal, mientras escuchaban atentamente aquellas palabras y casi saboreaban la posibilidad de pasar del último escalafón de la sociedad al más alto. 

-Hoy se me ha presentado la oportunidad de recuperar lo que es nuestro y conseguir las riendas de vuestro futuro. ¡Sé dónde están los perros que os traicionaron, que os envenenaron y por quienes fuisteis castigados! ¡Sé dónde se encuentra el final de estas miserables vidas y el comienzo del paraíso en la tierra! 

Lanzó más monedas; y varios pares de ojos desorbitados a duras penas podían creer que más dinero saliera de allí. De repente, con cada tintineo, en cada uno de los recuerdos de los golpes, las humillaciones y los tratos vejatorios, como producto de un proceso alquímico, desaparecía la cara del maestro de ceremonias y surgían en su lugar los rostros de Vera y Kornelius.

Andrew alzó la voz y un chisporroteante tronar retumbó por toda la sala. Escupió la bilis tantos años enquistada, vomitando palabras, con los ojos encendidos, bigotes y barba erizados como patas de araña, tejiendo la trampa en la que enganchar a aquellos infelices. Todos y cada uno bebieron del odio y comenzaron a notar la sed insaciable de la sangre. Todos y cada uno vieron la salida de su desdicha, el final de su sufrimiento y la cercanía de la gloria, a través de la muerte y la violencia. Y una ira aletargada creció entre ellos hasta desbordarse.

Muchos hablaron de los extraños aullidos que se escucharon aquella noche. Los gritos y alaridos que surgieron de aquella tienda y cubrieron los alrededores. Al día siguiente no había ni rastro de la feria, solo unas huellas de carro que nadie se dio prisa en seguir. Aun hoy hablan de seres enloquecidos que acabaron con la gente de las afueras, pobres diablos que tuvieron la desgracia de estar delante el día en que los desechos se convirtieron en bestias.